Recientemente, mientras esperaba para comprar un churro, vi a una madre recriminar, sacudir y golpear a su hijo de 6 años.
El motivo, gritado una y otra vez, era que otro niño le había dicho algún nombrete en la escuela y este no le había respondido en la forma “que merecía”.
Según la madre, su hijo debió “coger el lápiz y enterrárselo en el brazo o en la espalda… o por un ojo…¡o por donde seaaaa!. Si no, meterle una silla por la cabeza y despin... de una sola vez, para que lo respeten, ¡coj...! De no ser así, ese loco va a seguir inflando".
Los que estábamos en la cola del churro nos quedamos fríos. Intercambiamos miradas de horror, miramos al niño con lástima, por tocarle esa “madre” en la vida.
Pero cuando nos disponíamos a comentar el hecho, la vendedora se adelantó a rematar: “Así es como debe ser, yo al mío le digo lo mismo, y si el padre del otro sale a reclamar, que venga el padre del mío cuando salga de pase del combina'o (Prisión Combinado del Este) y le meta dos tiros ¡y pa'l ca… ! Si ya él está allí por eso: da lo mismo uno que dos ¡Hay que ser hombre ante tó' !".
Me fui sin esperar el churro.
Machetazos y pedradas
Tres días después, vengo tranquilamente para la casa por la calle Esperanza, contento de haber encontrado huevos. Y ante mí se arma una corredera con gritos y en segundos se llena la calle de gente curiosa.
Volteo y me percato de que un muchacho, que acababa de ver jugando dominó en un pequeño parque, tenía acorralado a otro y levantaba un gran machete despalmado.
El desarmado intentó correr y salió con varios planazos en la espalda y dos dedos cortados. Acto seguido, ya habían llegado los primos y las mujeres de las familias en pugna y hubo que esconderse por la lluvia de piedras.
Les pregunto a dos jóvenes que se ocultaban junto a mí en la esquina de un estrecho callejón el motivo de la pelea y vuelvo a escuchar la frasecita de la madre del niño: “Un loco ahí que se puso a estar inflando y se la buscó, pero ese está sentencia'o: el Yabó lo mata fijo”.
Ayer la calle Armonía, caliente de nuevo. “Lo voy a reventar” escuché de lejos, pero no me detuve. En unos meses ya un celoso apuñaló a una mujer en pleno día y le pegó candela luego a la casa para suicidarse junto al cadáver de su “amada”. Otro muchacho apareció muerto de una puñalada.
En fin, no hace falta una prensa roja para enterarte de lo que está pasando a solo unas cuadras de distancia. Lo cierto es que la frecuencia e intensidad de estos hechos de sangre ha experimentado un notable aumento. Y ese aire de agresividad se respira en todos lados.
En las guaguas, sobre todo, es difícil completar un recorrido sin presenciar un forcejeo o una pelea a insultos y frases amenazantes. Es como si masivamente, estuviéramos experimentando una pandemia de “la copa llena”, donde cualquier gota derrama la violencia. Los rostros serios, cansados, obstinados ensombrecen los escenarios de la vida cotidiana, matizada en buena medida por la competencia para acceder a lo insuficiente.
Mi duda ante esta situación (no sé si me la debe aclarar la antropología, la sociología o la psicología) es la siguiente: ¿Por qué tanta gente opta por descargar su ira, su frustración, su desesperanza y malestar, agrediendo al otro, que generalmente comparte sus mismos problemas?
¿Por qué muchos son capaces de quitarle la vida a alguien o perder la propia con tanta facilidad, y no se atreven a mirar hacia arriba y defender pacíficamente, con esa valentía, con ese ímpetu, la posibilidad de vivir dignamente, con menos tensiones y estrés? A mí alrededor es casi más fácil encontrar quien levante un machete o entierre un cuchillo, que alguien que reclame un derecho.
Cierto periodista me preguntó un día si no tenía miedo a terminar como Oswaldo Payá, en los días de su polémico deceso.
Sentí un incómodo escalofrío. Luego respondí convencido: “Lo que verdaderamente me aterra, es morir en una pelea, por pisar a alguien sin querer, en una cola para comprar croquetas”.
(Publicado originalmente en Cubanet el 07/10/2014)