En la madrugada del 23 de mayo el cáncer consiguió vencer a Lucas Garve.
Y a sus colegas y amigos, que lo queríamos bien, no nos queda más remedio que aguantar la apretazón en la garganta, ese nudo que amenaza con reventar, y repetir eso que se dice cuando muere alguien bueno antes del tiempo que suponíamos le tocaba vivir y que se ha convertido más que en una rebeldía frente a la justeza de Dios –cuyos designios, inescrutables, ya se sabe, definitivamente no acabamos de entender– en un lugar común: ¡Verdad que esta vida es una m...!
Venir a morirse ahora, cuando había logrado reunirse con su hija y su nieta, ya lograba encaminarse en Miami, y hasta tenía –¿quién se lo hubiera dicho hace solo dos años?– un empleo como productor en Mega TV, un carro que no estaba mal y una casa, que no tendría la chimenea en la sala que siempre soñó, ni sería una maravilla, pero casi, si se comparaba con aquel diminuto cuartucho en Mantilla con un enorme hueco al pie de la cama, tan enorme que nunca consiguió rellenarlo, y mucha humedad en las paredes.
Todavía si hubiese muerto en La Habana (que ya no era la misma ni parecida que cuando vino de Santa Clara hace cuarenta y tantos años) de cirrosis, de SIDA, del mismo cáncer que se lo llevó ahora, de un infarto, de tristeza, de decepción, de sentirse vigilado, del hastío de esperar el P-6 que no pasa, de hacer colas, de recoger agua de madrugada el día que la ponen, de contar el dinero que queda para terminar el mes, de caminar de Mantilla a La Palma en busca de qué cocinar y con qué condimentarlo, para no morir de inanición o como la Ana del poema de Guillén, de arroz y huevo frito…
¿Pero morirse precisamente ahora, cuando parecía que al fin le iba bien en la vida?
"¡Ay, no j..., Luis! Uno se muere cuando le toca el turno", me parece oírlo decir antes de pedirme, enarcando las cejas, que no me ponga trágico.
Luego de tantos años de amistad, qué voy a haber olvidado su voz, sus gestos y sus expresiones, que siempre terminaban por hacernos revolcar de la risa.
Cuando lo conocí, allá por 1999, todavía era profesor de francés en la Escuela de Idiomas, pero ya llevaba varios años en la prensa independiente, y firmaba sus trabajos en Cubanet no como Luis García Vega, sino como Lucas Garve, no por miedo –no, hijo, no, ¿a qué c... le iba a tener miedo a esas alturas del juego?– sino porque sonaba mejor, más artístico. Lucas, como el escritor de uno de los Evangelios, y Garve, la combinación de los dos apellidos. "Vaya, algo así como el Caín de Cabrera Infante", explicaba.
Era franco, directo, sin poses, exageraciones, ni pedanterías, aunque dispusiese de cultura suficiente como para repartirla a manos llenas. Pero más que cualquier otra cosa, Lucas era un gozador de la vida y un gran chivador.
Quiero recordar siempre a Lucas Garve en La Habana, de fondo las canciones que amaba, de La Lupe, Marta Strada, Freddy, la Burke o Billie Holiday, bebiendo cerveza Bucanero con todos nosotros, Víctor Domínguez, Juan González Febles, Jorge Olivera, sus amigos que hoy, al saber la muy mala noticia, nos esforzamos por no llorar.
"¡Uy, no, que ustedes son 'heteros' y los machos no lloran!", nos diría Lucas, antes de largar una carcajada y pedir la próxima ronda de cervezas.
[Publicado originalmente en Cubanet el 27/05/2015].