El gobierno de la isla, obsesionado en controlar los resortes del poder, desarrolla una estrategia en aras de una continuidad. Eso lo vemos por simple inspección, con solo mirar hacia allá. A los ojos del mundo, Cuba se afianza al firmar acuerdos bilaterales de negocio y cooperación, integrando bloques regionales o creando nuevas ONG afiliadas al estado, con el objetivo de captar recursos externos y apoyo internacional.
Dentro del territorio, dicta leyes que parecen complacer a una clase alta sin clase, y a otra clase media emergente que al permitírsele salir del cantón, tener teléfono celular, acceso a internet, hospedarse en hoteles, abrir negocios, comprar casas, autos, y alguna chalupa para salir a navegar con familiares y amigos, creen que la libertad y el orden ya andan de la mano.
El desconocimiento popular y el hermetismo revolucionario hacen que cuando se habla de poder, muchos piensen en policías, dirigentes de base o directores de empresa; pero ellos solamente son parte del engranaje estatal.
El nuevo modelo cubano está diseñado para aparentar nuevas reformas, sin reformismo, es mucho más autoritario que eficaz. La invención de nuevas provincias para reforzar el estado central, se realizó por decreto y avivó el regionalismo. La difundida cruzada contra la corrupción, sirvió para sacar del juego a los corruptos infieles pero no a la podredumbre.
¿Se mantiene la estabilidad así? ¿ La llamada renovación garantizará el continuismo?
La inclusión de nuevas caras en puestos decisivos del Estado y el Gobierno, deja en total descubierto una sucesión de mando hacia personas que, aunque ligadas a los líderes históricos de la Revolución, para mantener el control tendrán que abrirse poco a poco a la verdadera transformación democrática.
El poder cambia de mano. En la propia familia Castro pulsean por la autoridad. Hermanos y primos, todos príncipes, compiten por el control y en una cúpula cerrada donde la relación nunca ha sido de igualdad, más bien de jerarquía, los iconos revolucionarios ven el trono amenazado, y no pueden ni chistar.
El mismo Ramiro Valdés, comandante de la revolución y actual vicepresidente del Consejo de Estado y de Ministros, no es más que un objeto en desuso al que se le permite opinar, negociar determinadas cosas y viajar al exterior, pero ni cuenta ni manda ni existe. Abelardo Colomé Ibarra, Ministro del Interior, mantiene la solidez de aquellos relojes blandos que pintó Salvador Dalí.
Los generales de las FAR con incalculable codicia y cuantiosos soldados bajo el mando, no están en los libros de historia: Onelio Aguilera Bermúdez (jefe del ejército oriental), Raúl Rodríguez Lobaina (jefe del ejército central) y Lucio Morales Abad (jefe del ejército occidental), militares que obedecen mucho más a su generación que a la de “La Sierra Maestra”, cuyas lealtades se forjaron al calor de las guerras de Angola, Etiopía y Nicaragua. Para ellos, Fidel Castro, aunque lleve una dieta adaptada a su propio perfil genético, es un comandante sin tropas, un viejo nombre que despierta el mismo simbolismo que la momia de Vladimir Ilich Lenin, que descansa embalsamada dentro de un mausoleo, visitado por turistas, en medio de la Plaza Roja.
Hay mucho patrimonio en juego, y mucha ambición también. La lucha de poder se impone.