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Alejo Carpentier: picaresca, poder y contrarrevolución


Alejo Carpentier en la Universidad de Alcalá de Henares, en el acto de entrega del premio de literatura en lengua castellana "Miguel de Cervantes", 1977.
Alejo Carpentier en la Universidad de Alcalá de Henares, en el acto de entrega del premio de literatura en lengua castellana "Miguel de Cervantes", 1977.

El escritor, uno de los más grandes de todos los tiempos en lengua española, no fue muchas de las cosas que aparentó.

Con Alejo Carpentier nos dotamos de un universo que se hincha e historiza en una narrativa marcada por los pares de opuestos, y en un periplo espacial que abarca del Viejo al Nuevo Mundo con una visión paradojal de los grandes acontecimientos del devenir humano: de la Revolución Francesa a la invasión a España por Napoleón, de la independencia de Haití a la Revolución Rusa, de la Guerra Civil Española a la revolución castrista, escenarios todos de crueldad suprema en el desarrollo de las tribus bípedas que obligan al ser a reconocerse como tal frente a los límites de la manada. Reconocimiento, iluminación que obtiene el individuo mediante la traición a los más ancestrales mitos y paga con el precio de la marginalidad y la muerte.

Y es que para el Premio Cervantes de 1977, el personaje del pícaro no es un simple fenómeno de feria ni mucho menos un anquilosado y empolvado objeto de estudio sociológico de la academia, sino una entidad poderosa al punto de hacer avanzar o retroceder la historia, y acá es importante la disyuntiva del avance y el retroceso pues en la concepción del escritor no caben los simplismos soplados a la medida de los manuales de propaganda del tipo de hágase marxista en tres días, según los cuales la historia no sería otra cosa que una línea rectilínea, uniforme y ascendente, positivista y predecible de la comunidad primitiva al paraíso proletario.

Así, el relato El camino de Santiago del volumen Guerra del Tiempo, 1956, inicia: “Con dos tambores andaba Juan a lo largo del Escalda –el suyo terciado en la cadera izquierda; al hombro el ganado a las cartas”- (...) “Como la llovizna de aquel atardecer le repicaba quedo en el parche mal abrigado por el ala del sombrero, todo habría de parecerle un tanto aneblado –aneblado como lo estaba ya por el aguardiente y la cerveza del vivandero amigo...” Juan de Amberes, soldado español de los Tercios de Italia, ora Juan el Romero, ora Juan el Indiano, uno y el mismo, según sea el que vaya o regrese de la aventura americana, no es otra cosa que un arquetipo del hombre que hizo la Conquista y Colonización del Nuevo Mundo, imbuido por la sed de riquezas, sobre todo del oro, pero también del deseo de evadirse de una Europa donde todo parecía estar ya hecho y viene a quedarle tan chica a su realización individual, tal cual pañuelo extendido como al desgaire en la palma de la mano. Este Juan tiene la promesa de peregrinar a Santiago de Compostela, pero antes ha tenido una vida azarosa como soldado del Imperio Español que lo ha llevado de aventura en aventura, de batalla en batalla, del Reino de Nápoles al de Flandes, pues como no tenía alma de clérigo había trocado el probable honor de ingresar algún día en la clase del maestro Ciruelo, en Alcalá, por el oficio menos aburrido de “seguir al primer capitán de leva que le pusiera tres reales de a ocho, prometiéndole gran regocijo de mujeres, vino y naipes en la profesión militar”.

Es decir que nuestro Juan ha desertado de los tercios para hacerse peregrino, y luego deja de ser peregrino con objeto de dirigir sus pasos a América y por lo mismo “lucía un atuendo que si en nada recordaba al romero, tampoco evocaba al soldado de los Tercios de Italia. Además no era propósito suyo acudir al llamado de las levas, pues bien le había advertido el Indiano que las conquistas a lo Cortés, yéndose en armada, no era ya lo que mejor aprovechaba. Lo que ahora pagaba en Indias era el olfato aguzado, la brújula del entendimiento, el arte de saltar por sobre los demás, sin reparar mucho en ordenanzas de Reales Cédulas...” La traición al mito, a la tradición y al honor militar no es acá, de ninguna manera, un elemento negativo, sino el elemento que insufla fuerzas al desarrollo del hombre como entidad civilizada y civilizadora. Se vislumbra acá que de esos individuos que están dispuestos al cambio de ropajes, de roles y devociones es que depende, fundamentalmente, el desenvolvimiento de la gran aventura humana. Los hombres, parece decirnos Carpentier en este relato, y en muchas otros textos, no acometen las grandes hazañas por motivos altruistas, imbuidos de los grandes ideales, sino por motivos muchísimos más mezquinos y egoístas que, independientemente de las razones personales, terminan redundando en beneficio de la civilización.

Es una situación como la del capitalista que vende autos no por altruismo, sino para su propio beneficio, el beneficio de hacerse rico con todo lo que ello conlleva para sí mismo y su familia, pero que más allá de sus intenciones primarias termina beneficiando al prójimo de su ciudad y, con un poco de suerte, hasta de la nación y el mundo, con la oferta de unos autos que harían la vida más placentera, más veloz, mientras crea empleos y eleva el nivel de vida de la comunidad. Personaje carpenteriano o capitalista al uso que al final del día resulta más beneficioso a la sufriente humanidad que cien curas sermoneando encendidamente desde sus púlpitos sobre la resignación, el renunciamiento, el recogimiento y la pobreza.

En el relato Semejante a la noche, del citado volumen, escribe Carpentier: “Un soldado viejo que iba a la guerra por oficio, sin más entusiasmo que el trasquilador de ovejas que camina hacia el establo, andaba contando ya, a quien quisiera escucharlo, que Elena de Esparta vivía muy gustosa en Troya, y que cuando se refosilaba en el lecho de París sus estertores de gozo encendían las mejillas de las vírgenes que moraban en el palacio de Príamo. Se decía que toda la historia del doloroso cautiverio de la hija de Leda, ofendida y humillada por los troyanos, era mera propaganda de guerra, alentada por Agamemnón, con el consentimiento de Menelao” (...) “Se trataba sobre todo –afirmaba el viejo soldado- de vender más alfarería, más telas, más vasos con escenas de carreras de carros” (...) “acabándose de una vez con la competencia troyana”. La adúltera pasión de Elena por el joven Paris y el deseo de lucro de los jefes aqueos mediante la expansión del comercio hacia los territorios del oriente pudieran ser, a la larga, unas vocaciones muchísimo más civilizadoras que virtudes como la fidelidad, la castidad y el mero sentimiento patriótico que, parece decirnos el autor, no serían capaces por sí mismas de movilizar grandes masas de hombres a la realización de empresas de la índole de las grandes conquistas, esas que fundan, funden o finalizan imperios, naciones y tribus, mezclan disímiles lenguas y culturas, costumbres y tradiciones, y a unos hombres con otros en un mestizaje sin cuento, para la obtención final de un producto humano mucho más perfeccionado. Un producto burilado en la muerte y el dolor, pero también en la vida y en el placer.

Y es que Carpentier, nacido en 1904 en Lausanne, Suiza, y no en La Habana como a él mismo le gustaba hacer creer, hijo del arquitecto francés Georges Julien Carpentier y de la emigrada rusa Lina Valmont, ve a la tralla de pícaros y marginales como los verdaderos hacedores de la historia, gente de rompe y rasga que se adviene a la aventura de lo inconmensurable porque no tiene nada que perder. Así, resulta significativo que al final de El Camino de Santiago se lea: “Y cuando los Juanes llegan a la Casa de contratación de Sevilla, tienen ambos” (...) “tal facha de pícaros, que la Virgen de los Mareantes frunce el ceño al verlos arrodillarse ante su altar.

--Dejadlos, Señora—dice Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé, pensando en las cien ciudades nuevas que debe a semejantes truhanes. Dejadlos, que con ir allá me cumplen”.

Pícaro que en la inmensidad de la geografía americana se agiganta hasta alcanzar proporciones impensadas en los domésticos predios europeos, pues viene a suceder que ese personaje ocurrente, tramposo, fullero y mentiroso, viaje trasatlántico mediante, se nos transmuta en otra cosa, sin dejar de ser en esencia el mismo, es decir, se nos convierte en político, periodista, presidente o dictador. Tal es el caso del Primer Magistrado, el dictador de su novela El recurso del método, 1974, arquetípico tirano latinoamericano que pudiera ser lo mismo Juan Vicente Gómez que Estrada Cabrera, Rafael Leonidas Trujillo que Fidel Castro. Pícaros que han pasado del control de sus cofradías barriobajeras y de recibir represión en Europa, al control de naciones enteras y al ejercicio de la represión en América. El mismo Alejo Carpentier definió su destino (definieron sus padres) al criarse en Cuba, pues de permanecer en la vieja Europa probablemente no hubiese arribado a ser el escritor que fue, al menos no el agigantado escritor que conocemos, considerado como uno de los autores fundamentales del siglo XX en lengua castellana y, especialmente, uno de los artífices de la renovación de las letras latinoamericanas, en particular a través de su notable estilo de escritura que incorpora varias dimensiones y aspectos de la imaginación en su recreación de la realidad, elementos que contribuyeron decisivamente a su formación en tanto autor y al descubrimiento de lo Real Maravilloso que, estamos seguros, no hubiese descubierto en la domestica Lausanne. Nuestro escritor, pícaro también, así lo entendió y por lo mismo se asumió como cubano y, maravilla que determina sobre lo real, mintió, fabuló sobre su nacimiento en La Habana y sacó enorme provecho de ello.

Y es que Carpentier no era mucho de lo que aparentó, o de lo que se esperaría de alguien que llegó a ocupar cargos importantes, entre ellos ministro consejero de la Embajada de Cuba en París, bajo un régimen marxista y racionalista. Poseía el escritor una visión de la historia, o al menos es lo percibido de la lectura de su obra narrativa, que no encaja ciertamente dentro de los estrechos márgenes de un régimen de esa índole porque, como hemos apuntado, en esa obra los hacedores de la historia no vienen a ser los miembros del proletariado, sino del lumpen-proletariado, o mejor dicho, los miembros de la gran familia de los pícaros de este mundo. Una visión donde los movimientos sociales y revolucionarios de la humanidad no la conducirían hacia unos avances tangibles en materia de felicidad y libertades, sino más bien a danzar enloquecidamente en la noria de unos círculos, serpiente que se muerde la cola, para terminado el torbellino de la sangre, la destrucción y la muerte todo siga siendo esencialmente lo mismo, con unos cambios superficiales de roles en que a lo sumo los que antes hacían de yunque ahora harán de martillo, hasta la próxima revuelta en que los que hacían de martillo tornarán a hacer de yunque, por los siglos de los siglos, amen, la noria como historia.

De suerte que en El siglo de las luces, una de sus novelas más destacadas, vemos como con el personaje Víctor Hugues hace su entrada la Revolución Francesa en el Caribe, representada en el Decreto del 16 Pluvioso del Año II que “proclamaba la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos otorgados a todos los habitantes” de la Guadalupe, y como entra también, cáscara que guarda el palo, el símbolo del Terror revolucionario, nada menos que una moderna, racional, fría, eficaz y siniestra máquina para descabezar bípedos. Un Hugues por otro lado demasiado ensoberbecido de su rol histórico: “Luciendo todos los distintivos de la Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor Hugues se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo”.

Respecto al siglo XVIII, considerado el del racionalismo por excelencia, Capentier mismo declaró “... el Siglo de las Luces, que se ha dado como el ejemplo de la cordura, del pensamiento filosófico” (...) “es uno de los siglos más sangrientos –economía basada en la esclavitud, represiones, castigos, hechicerías, matanzas de protestantes, etc.—que se ha visto en la historia”. En El reino de este mundo, 1949, novela donde el escritor perfila su estilo de lo Real Maravilloso, vemos como la revolución de los haitianos, tras expulsar a los franceses de su territorio, finalmente se ha hecho nada menos que para consolidar otra dictadura, folclórica y carnavalesca es cierto, pero tanto o más cruel que la anterior, una revolución que ha erigido como nuevo rey al antiguo rebelde, Henri Christophe, déspota que identifica, confunde su corte de maravillas con el país: “Quince Mil hombres vivirían con él, entre aquellas paredes ciclópeas, sin carecer de nada. Alzado el puente levadizo de la Puerta Unica, la Ciudadela La Ferriére sería el país mismo, con su independencia, su monarca, su hacienda y su pompa mayor”. Es la norma de las revoluciones que Carpentier parece haber estudiado muy bien.

Un amigo del autor, que por obvias razones no quiso dar su nombre, nos dijo desde La Habana para este trabajo que Carpentier alguna vez le comentó que el escritor que se pelea con la izquierda se muere, en tanto escritor reconocido se entiende, y, algo aún más sorprendente, que en íntimas tertulias el autor solía autodefinirse, entre apesadumbrado y humorístico, como el cobarde que un día escribiera La ciudad de las columnas, pequeño ensayo de 1964 que no es más que sincero y emocionado homenaje a una ciudad que él hubiese querido fuese la natal. Confesiones que apuntarían, por un lado, a una relación de conveniencia con la izquierda y, por el otro, a su falta de entereza y sometimiento a un régimen que en su fuero interno detestaría y que, a esas alturas, tendría más que ver con la Ciudadela La Ferriére de su novela El reino de este mundo que con el paraíso proletario que se pretendía. Quizá Carpentier se equivocaba respecto a sí mismo y no fuese para nada un cobarde, sino más bien un autor que supo preservarse para poder terminar una obra libre y trascendente en el tiempo (excepción sea hecha de La consagración de la primavera, esa donde no pudo evadir el compromiso ideológico) porque, reconozcamos, quizá haya que ser muy valiente para, bajo la égida de una revolución triunfante, venir y atreverse a construir la novelística probablemente más contrarrevolucionaria que se haya dado en la historia de la literatura cubana de todos los tiempos.

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