Un hecho recuerda otro; y este otro, un tercero; y éste, uno más, y así llega a parecer el mundo un salón de espejos en cuyas profundidades todo, por más diverso que se antoje, acaba evidenciando un aire de familia.
Lo que en un espejo sólo osa asomar el flequillo, en otro saca la lengua; lo que en uno sonríe, en otro llora; lo que en uno denota importancia, en otro es pura ligereza, pero cada cosa o criatura apunta a un congénere, como si el mundo fuera un catálogo de composiciones musicales al estilo de ésas donde todo es variación a partir de un modelo armónico único. Bach, Mozart, Beethoven, Brahms y Rachmaninov, entre otros, fueron maestros de este tipo de composición, galgos de una casta divina si se cree en Dios, o calcos, si no se cree en Él, de una propensión irreprimible de la naturaleza a imitarse, ma non troppo.
Que no exista una gota de agua igual a otra revela hasta qué extremo uno de ellos –Dios, la naturaleza o cualquier otro poder innominado-- disfruta esas modificaciones; revela un preciosismo rayano en lo enfermizo. Si las gotas nacen idénticas, alguno se encargará de que reflejen una porción distinta del entorno, frustrando la duplicación exacta mas preservando una constante que los vincula.
La prensa internacional ha difundido el hallazgo de un tomate cuya forma de corazón no pasó inadvertida a Keen Vara Matless, un jardinero inglés de sesenta y nueve años de edad que, con anterioridad al hallazgo, había sufrido un infarto de miocardio. El jardinero decidió subastar el fruto y donar la recaudación a una entidad benéfica de su país dedicada a la prevención y tratamiento de este género de enfermedades.
La imagen de Keen Vara Matless empuñando el fruto lozano, impecable en color y forma, pulposo a juzgar por sus redondeces, invita a vislumbrar un mensaje de orden natural o sobrenatural que reta a ser descifrado:
1) El tomate es un símbolo de la buena salud cardiovascular que, a partir de ahora, gozará el jardinero.
2) El tomate es el corazón del jardinero restablecido de la lesión sufrida.
3) El tomate es un presente ofrecido por el reino vegetal a quien cuida de él para que tenga un corazón de repuesto en caso de que el suyo vuelva a flaquear.
He aquí un tomate afortunado: alegró a un hombre que estuvo al borde de la muerte, sirvió para recolectar fondos para una causa noble, jamás lo atravesará una flecha, y es probable que el cuchillo al que estaba destinado jamás se hunda en él porque, dado su parentesco formal con el más sensible de los órganos del ser humano, no hay que descartar la posibilidad de que su nuevo dueño prefiera conservarlo como conserva la Iglesia de la Santa Cruz en Varsovia, en una urna con alcohol, el corazón de Chopin.
El fruto cosechado por Keen Vara Matless ilustra esa red de similitudes donde están presos los reinos --el celestial y el terrenal, el vegetal y el animal, las opacidades que pueblan el humor vítreo y las nubes, los tubérculos y los hocicos, las piedrecillas que arrastra el arroyo y los cálculos renales, el mal de Alzheimer y los agujeros negros-- y devuelve a uno de los haikus más desolados de Matsuo Basho (1644-1694), donde el poeta japonés se compadece de la hoja de un árbol que ha tenido la mala fortuna o la ingenuidad de acorazonarse por voluntad propia u órdenes superiores:
No la hay más sola.
Forma de corazón
tiene esa hoja.
Imposible parecer un corazón --o, peor aun, serlo de pies a cabeza, como esa hoja-- y no estar condenado a la mayor de las soledades.
Los corazones de Keen Vara Matless y Chopin, el tomate al que sólo le falta latir para protagonizar un trasplante y prolongar una vida, y la hoja cuya tragedia conmueve a Basho porque sabe, acaso por experiencia propia, lo que significa elegir o heredar esa forma, son variaciones sobre un mismo tema, pero ¿compuestas por quién?