La intemperie marina y la intemperie nocturna se confabularon para asomar a Guillermo Cabrera Infante al destino que su nombre octosilábico le asignaba y que él pretendía obviar: la poesía. Entre las visiones más espléndidas del mar recogidas por un escritor cubano figura ésta donde, contrariando la aseveración hecha por otro escritor de que el mar ríe, Cabrera Infante advierte:
“No, el mar no ríe. El mar nos rodea, el mar nos envuelve y, finalmente, nos lava los bordes y nos aplana y nos gasta como a los guijarros de la costa, y nos sobrevive, indiferente, como el resto del cosmos, cuando somos arena, polvo de Quevedo. Es la única cosa eterna que hay sobre la tierra, y a pesar de su eternidad la podemos medir, como el tiempo.
El mar es otro tiempo, o el tiempo visible; otro reloj. El mar y el cielo son las ampollas de un reloj de agua: eso es lo que es: una clepsidra eterna, metafísica. Del mar, del Malecón, salía ahora el ferry y entraba en el estrecho canal del puerto, casi navegaba contra el tránsito, por la calle...”
Imposible no detenerse ante la hermosura de esa imagen del mar y el cielo como dos recipientes de cristal que miden, goteando, la eternidad, y ante la del ferry, que lejos de internarse en el mar sale de él y penetra La Habana, poseyéndola.
Hay que escribir la biografía de la noche cubana, desde su irrupción en la Historia el 15 de septiembre de 1492, cuando Cristóbal Colón y sus compañeros de viaje ven caer un ramo de fuego en el mar, hasta el momento en que José Martí la identifica con la propia Cuba, o José Lezama Lima la sorprende atravesada por una comitiva de insectos voladores que portan fanales de luz verde, o Guillermo Cabrera Infante ve en el cielo estrellado de la isla, el reflejo de una ciudad distante. El escritor contempla la bóveda nocturna de Cuba como un espejo universal cuyas aguas aéreas copian las luces de una metrópolis encendida (las constelaciones no son sino reflejos de las ciudades que amamos o presentimos) y narra:
“Una lluvia de estrellas cae sobre el mar… Todas las estrellas se desprenden y caen, una a una, y bajan flotando, sin prisa, luminosas como bengalas, y luego quedan ardiendo sobre el mar, soltando un humo blanco y espeso, y permanecieron como puntos de luz, como señales acordadas. Una se disparó hacia arriba como el cohete de auxilio de un buque que se hunde. Del cielo siguieron cayendo las estrellas, hasta que la concha de arriba quedó a oscuras, y la comba de abajo se sumió en una oscuridad aun mayor, después que la última señal se apagó”.
Vuelvo a pensar en Martí:
Y vuelvo a pensar en el diario de Colón, en aquella página fechada el 9 de octubre de 1492 donde se consigna que, durante toda la noche, él y los suyos oyeron pasar pájaros. En “Mar, mar, enemigo”, el cuento de Guillermo Cabrera Infante que he venido citando, y en medio de esa noche de fuegos cruzados, el escritor apunta: “Arriba pasa graznando, con sonido de tijeras de podar, una lechuza...” O:
Tres octosílabos y, sobre todo, un hallazgo: la identificación del sonido que produce un ave que la tradición identifica con la sabiduría y la muerte, con el sonido que producen las patas en movimiento de unas tijeras de podar. ¿Qué poda una lechuza que desvela la noche? ¿El árbol de los sueños? ¿Las fantasías de los desvelados? ¿La enredadera del deseo, que desborda las ventanas de los dormitorios, trepa el aire y amenaza con estrangular a los astros? ¿Qué corta? ¿La tela del tiempo? ¿El hilo de la Historia? ¿La vida misma?
La lechuza corta el cordón umbilical del día que la noche da a luz y que pugna, recién nacido, por asomar la cabeza auroleada detrás del horizonte.
“No, el mar no ríe. El mar nos rodea, el mar nos envuelve y, finalmente, nos lava los bordes y nos aplana y nos gasta como a los guijarros de la costa, y nos sobrevive, indiferente, como el resto del cosmos, cuando somos arena, polvo de Quevedo. Es la única cosa eterna que hay sobre la tierra, y a pesar de su eternidad la podemos medir, como el tiempo.
El mar es otro tiempo, o el tiempo visible; otro reloj. El mar y el cielo son las ampollas de un reloj de agua: eso es lo que es: una clepsidra eterna, metafísica. Del mar, del Malecón, salía ahora el ferry y entraba en el estrecho canal del puerto, casi navegaba contra el tránsito, por la calle...”
Imposible no detenerse ante la hermosura de esa imagen del mar y el cielo como dos recipientes de cristal que miden, goteando, la eternidad, y ante la del ferry, que lejos de internarse en el mar sale de él y penetra La Habana, poseyéndola.
Hay que escribir la biografía de la noche cubana, desde su irrupción en la Historia el 15 de septiembre de 1492, cuando Cristóbal Colón y sus compañeros de viaje ven caer un ramo de fuego en el mar, hasta el momento en que José Martí la identifica con la propia Cuba, o José Lezama Lima la sorprende atravesada por una comitiva de insectos voladores que portan fanales de luz verde, o Guillermo Cabrera Infante ve en el cielo estrellado de la isla, el reflejo de una ciudad distante. El escritor contempla la bóveda nocturna de Cuba como un espejo universal cuyas aguas aéreas copian las luces de una metrópolis encendida (las constelaciones no son sino reflejos de las ciudades que amamos o presentimos) y narra:
“Una lluvia de estrellas cae sobre el mar… Todas las estrellas se desprenden y caen, una a una, y bajan flotando, sin prisa, luminosas como bengalas, y luego quedan ardiendo sobre el mar, soltando un humo blanco y espeso, y permanecieron como puntos de luz, como señales acordadas. Una se disparó hacia arriba como el cohete de auxilio de un buque que se hunde. Del cielo siguieron cayendo las estrellas, hasta que la concha de arriba quedó a oscuras, y la comba de abajo se sumió en una oscuridad aun mayor, después que la última señal se apagó”.
Vuelvo a pensar en Martí:
Yo he visto en la noche oscura
llover sobre mi cabeza
los rayos de lumbre pura
de la divina belleza.
Yo he puesto la mano osada
de horror y júbilo yerta,
sobre la estrella apagada
que cayó frente a mi puerta.
llover sobre mi cabeza
los rayos de lumbre pura
de la divina belleza.
Yo he puesto la mano osada
de horror y júbilo yerta,
sobre la estrella apagada
que cayó frente a mi puerta.
Y vuelvo a pensar en el diario de Colón, en aquella página fechada el 9 de octubre de 1492 donde se consigna que, durante toda la noche, él y los suyos oyeron pasar pájaros. En “Mar, mar, enemigo”, el cuento de Guillermo Cabrera Infante que he venido citando, y en medio de esa noche de fuegos cruzados, el escritor apunta: “Arriba pasa graznando, con sonido de tijeras de podar, una lechuza...” O:
Arriba pasa graznando,
con sonido de tijeras
de podar, una lechuza...
con sonido de tijeras
de podar, una lechuza...
Tres octosílabos y, sobre todo, un hallazgo: la identificación del sonido que produce un ave que la tradición identifica con la sabiduría y la muerte, con el sonido que producen las patas en movimiento de unas tijeras de podar. ¿Qué poda una lechuza que desvela la noche? ¿El árbol de los sueños? ¿Las fantasías de los desvelados? ¿La enredadera del deseo, que desborda las ventanas de los dormitorios, trepa el aire y amenaza con estrangular a los astros? ¿Qué corta? ¿La tela del tiempo? ¿El hilo de la Historia? ¿La vida misma?
La lechuza corta el cordón umbilical del día que la noche da a luz y que pugna, recién nacido, por asomar la cabeza auroleada detrás del horizonte.