Es difícil recordar a los hijos de Juan J. Remos (1896-1969), el educador, ensayista y diplomático cubano, autor de una historia de la literatura de la isla, miembro de academias y delegado a numerosos congresos internacionales, amante de la música y defensor de la cultura nacional, y no sonreír. Su gusto por la vida era tal que aun muertos me alcanza y, como antaño, me hace bien. Octogenarios eran más jóvenes que la mayoría de los jóvenes, y esa juventud era contagiosa. Quienes tuvimos la suerte de ser amigos suyos y frecuentar sus hogares, o los hogares donde juntos se convertían en el centro de la diversión más pura que he conocido, éramos más jóvenes cuando estábamos con ellos; seguimos siéndolo cuando los recordamos.
Qué maravilla de hermanos que dondequiera que iban, armados de guitarras, canciones, recuerdos y anécdotas de Cuba, llevaban un poco de felicidad. De insumergibles me atreví a calificarlos un día, aprovechando los remos de su apellido y su entereza para afrontar el oleaje de los años y las adversidades. Y de insumergibles volvería a calificarlos hoy, porque ni su zambullida en la muerte les ha impedido continuar alegrando e impulsando la embarcación de mi vida.
Se dice que el remo, como herramienta, puede haber surgido entre la Edad de Piedra y la Edad de Hierro, pero se ignora qué pueblo lo inventó. China conserva remos utilizados 4,500 años antes de Cristo. Hay dibujos del antiguo Egipto por los que aún bogan embarcaciones remeras, transformando esos documentos en porciones manuables del Nilo, en tramos de tiempo estático a los cuales podemos asomarnos en busca de nuestro propio reflejo. Yo no puedo recordar a Mercy Remos, la mayor de los cuatro hermanos, sin sentir que las imágenes que conservo de su hogar tengan algo de esos dibujos, sin ver a todos los que allí nos reuníamos anclados en un recodo luminoso del tiempo, entre libros, guitarras, pinturas, fotografías y discos fonográficos, sin más faraón que aquella hospitalidad donde tan pronto se invitaba a escuchar una zarzuela o una ópera pasada la medianoche como se improvisaba un popurrí de guarachas alrededor del piano o se cocinaba, a base de chutney, un sabroso arroz con mango.
Los remos recorren “La Odisea”, Platón reseñó regatas, “La Eneida” celebra una. Es posible que el amor de la familia Remos a la cultura tenga origen en su apellido.
Los remos con ere minúscula están en los Juegos Olímpicos. Los Remos con ere mayúscula se lucieron en el mayor de esos juegos, la vida, que para ellos incluyó el destierro y la muerte, donde si hay guitarreo y tertulia ya deben de haber ganado medallas.
De los cuatro hermanos voy a referirme a dos: Yuni (Juan) y Mercy. Ariel merece texto aparte; era, en nobleza, don de gente, facultades vocales, musicalidad y conocimientos filosóficos, la joya del clan. No conocí bien a Virgilio: residía en España y poco tiempo después de trasladarse a Estados Unidos sufrió un accidente automovilístico que lo dejó inválido. Las veces que coincidimos y conversamos le hallé tan jovial como sus hermanos y, llegado el momento, tan capaz como ellos de hacer derroche de chispa, improvisar versos y empuñar maracas y claves.
Yuni fue un niño grande, uno de esos niños que afloran al rostro del adulto en el que se convierten porque ese adulto es, más que su sustitución, su prolongación gozosa. Tuvo aires de don Juan y dos esposas encantadoras, amó la magia, las ocurrencias y la canción mexicana. En la cubierta de un crucero que recorría el Caribe, bajo un cielo tan diáfano como su trato, le vi desafiar el viento e imponerse a la sirena del barco entonando rancheras. Su vozarrón y su naturaleza expansiva eran capaces de alborotar a las olas. No faltó la coqueta que, prendada de su simpatía, se fuera a pasear con él a la popa.
Mercy no tenía edad. La pasión por la literatura, la música, el teatro, los viajes y la bohemia; la inteligencia y el amor a la conversación; la franqueza turbadora y la belleza física; la estupenda memoria y la curiosidad la convertían en un portento de cubana, en un raro ejemplar de compatriota con el que mi mujer y yo estamos en deuda: en pocos lugares hemos sido tan felices como en su hogar. Madrid, Venecia, Florencia, Roma, Brujas, ciudades que amó y conoció bien, convergían en aquel minúsculo palomar del suroeste de Miami, y ella sabía, evocándolas, pasearnos por cada una. Había recorrido la costa amalfitana en automóvil, y oírla describir el paisaje era ver cómo el viento del Mar Tirreno la despeinaba, sentir que las aguas del Golfo de Salerno inundaban la Florida.
Había visto amanecer muchas veces en el malecón de La Habana, entre amigos y amigas que canturreaban; había sido cortejada por cantantes, compositores y poetas de renombre; había visto sentarse al piano de su casa a Eduardo Sánchez de Fuentes y Bola de Nieve. Había recibido lecciones de guitarra de Vicente González Rubiera (Guyún), y Sindo Garay, maestro de su hermano Ariel, era visita diaria en el hogar de sus padres, donde almorzaba y, sentado a la mesa, como un miembro más de la familia, entonaba sus composiciones.
Cuando la desaparición de los hermanos Remos amenaza consternarme, el solo recuerdo de ellos vivos me reanima; como si aquella calidad de insumergibles que yo, bromeando, les adjudiqué me hubiera sido conferida a partir de su amistad; como si yo hubiera devenido en “un medio remo” o un remo más.
Quiero pensar que su padre no objetará que al hablar de ellos yo, tan proclive a ensombrecerme ante la realidad cubana, halle consuelo y sonría. Los Remos fueron maestros en el arte de dejar buenos recuerdos, la más difícil de las artes, y al conjuro de un buen recuerdo hasta la muerte se hace a un lado. Ninguno agradecería que se le recordara con tristeza. Sonriendo, sí, y hasta cantando, que de eso y no de lágrimas estaban hechos.
Qué maravilla de hermanos que dondequiera que iban, armados de guitarras, canciones, recuerdos y anécdotas de Cuba, llevaban un poco de felicidad. De insumergibles me atreví a calificarlos un día, aprovechando los remos de su apellido y su entereza para afrontar el oleaje de los años y las adversidades. Y de insumergibles volvería a calificarlos hoy, porque ni su zambullida en la muerte les ha impedido continuar alegrando e impulsando la embarcación de mi vida.
Se dice que el remo, como herramienta, puede haber surgido entre la Edad de Piedra y la Edad de Hierro, pero se ignora qué pueblo lo inventó. China conserva remos utilizados 4,500 años antes de Cristo. Hay dibujos del antiguo Egipto por los que aún bogan embarcaciones remeras, transformando esos documentos en porciones manuables del Nilo, en tramos de tiempo estático a los cuales podemos asomarnos en busca de nuestro propio reflejo. Yo no puedo recordar a Mercy Remos, la mayor de los cuatro hermanos, sin sentir que las imágenes que conservo de su hogar tengan algo de esos dibujos, sin ver a todos los que allí nos reuníamos anclados en un recodo luminoso del tiempo, entre libros, guitarras, pinturas, fotografías y discos fonográficos, sin más faraón que aquella hospitalidad donde tan pronto se invitaba a escuchar una zarzuela o una ópera pasada la medianoche como se improvisaba un popurrí de guarachas alrededor del piano o se cocinaba, a base de chutney, un sabroso arroz con mango.
Los remos recorren “La Odisea”, Platón reseñó regatas, “La Eneida” celebra una. Es posible que el amor de la familia Remos a la cultura tenga origen en su apellido.
Los remos con ere minúscula están en los Juegos Olímpicos. Los Remos con ere mayúscula se lucieron en el mayor de esos juegos, la vida, que para ellos incluyó el destierro y la muerte, donde si hay guitarreo y tertulia ya deben de haber ganado medallas.
De los cuatro hermanos voy a referirme a dos: Yuni (Juan) y Mercy. Ariel merece texto aparte; era, en nobleza, don de gente, facultades vocales, musicalidad y conocimientos filosóficos, la joya del clan. No conocí bien a Virgilio: residía en España y poco tiempo después de trasladarse a Estados Unidos sufrió un accidente automovilístico que lo dejó inválido. Las veces que coincidimos y conversamos le hallé tan jovial como sus hermanos y, llegado el momento, tan capaz como ellos de hacer derroche de chispa, improvisar versos y empuñar maracas y claves.
Yuni fue un niño grande, uno de esos niños que afloran al rostro del adulto en el que se convierten porque ese adulto es, más que su sustitución, su prolongación gozosa. Tuvo aires de don Juan y dos esposas encantadoras, amó la magia, las ocurrencias y la canción mexicana. En la cubierta de un crucero que recorría el Caribe, bajo un cielo tan diáfano como su trato, le vi desafiar el viento e imponerse a la sirena del barco entonando rancheras. Su vozarrón y su naturaleza expansiva eran capaces de alborotar a las olas. No faltó la coqueta que, prendada de su simpatía, se fuera a pasear con él a la popa.
Mercy no tenía edad. La pasión por la literatura, la música, el teatro, los viajes y la bohemia; la inteligencia y el amor a la conversación; la franqueza turbadora y la belleza física; la estupenda memoria y la curiosidad la convertían en un portento de cubana, en un raro ejemplar de compatriota con el que mi mujer y yo estamos en deuda: en pocos lugares hemos sido tan felices como en su hogar. Madrid, Venecia, Florencia, Roma, Brujas, ciudades que amó y conoció bien, convergían en aquel minúsculo palomar del suroeste de Miami, y ella sabía, evocándolas, pasearnos por cada una. Había recorrido la costa amalfitana en automóvil, y oírla describir el paisaje era ver cómo el viento del Mar Tirreno la despeinaba, sentir que las aguas del Golfo de Salerno inundaban la Florida.
Había visto amanecer muchas veces en el malecón de La Habana, entre amigos y amigas que canturreaban; había sido cortejada por cantantes, compositores y poetas de renombre; había visto sentarse al piano de su casa a Eduardo Sánchez de Fuentes y Bola de Nieve. Había recibido lecciones de guitarra de Vicente González Rubiera (Guyún), y Sindo Garay, maestro de su hermano Ariel, era visita diaria en el hogar de sus padres, donde almorzaba y, sentado a la mesa, como un miembro más de la familia, entonaba sus composiciones.
Cuando la desaparición de los hermanos Remos amenaza consternarme, el solo recuerdo de ellos vivos me reanima; como si aquella calidad de insumergibles que yo, bromeando, les adjudiqué me hubiera sido conferida a partir de su amistad; como si yo hubiera devenido en “un medio remo” o un remo más.
Quiero pensar que su padre no objetará que al hablar de ellos yo, tan proclive a ensombrecerme ante la realidad cubana, halle consuelo y sonría. Los Remos fueron maestros en el arte de dejar buenos recuerdos, la más difícil de las artes, y al conjuro de un buen recuerdo hasta la muerte se hace a un lado. Ninguno agradecería que se le recordara con tristeza. Sonriendo, sí, y hasta cantando, que de eso y no de lágrimas estaban hechos.