En la tarde del martes 18 de diciembre de 2003 había quedado con Raúl Rivero, director de Cuba Press, agencia de periodismo independiente, en vernos en su casa a las seis de la tarde. Le iba a llevar diez cuartillas que había terminado, para un libro que en diciembre de 2002 había empezado a escribir.
Raúl mismo me abrió la puerta. Su rostro estaba serio. Tuve un mal presentimiento.
- Pasa y siéntate, para que te enteres.
Justo unos minutos antes de llegar, por la televisión habían mostrado la portada de un ejemplar de la revista de la Fundación Hispano Cubana donde claramente se podían leer titulares de artículos firmados por Raúl y por mí. Más claro, ni el agua.
- Prepárate para la represión que acaba de comenzar. ¿Iván está en la casa?
- No, por qué?
- Debes avisarle lo antes posible. Tú, él, yo, todos tenemos que prepararnos para ir a la cárcel.
En eso sonó el teléfono. Desde las cuatro de la tarde la Seguridad del Estado se encontraba registrando y virando al revés la casa del periodista independiente Ricardo González Alfonso, en Miramar.
Una segunda llamada volvería a entrar, notificando de la presencia de la Seguridad del Estado en el domicilio de Jorge Olivera, en la Habana Vieja. A principios de los 90, Olivera había trabajado conmigo como editor en el Instituto Cubano de Radio y Televisión. Años más tarde volveríamos a coincidir en las filas del periodismo independiente, él en la agencia Habana Press, yo en Cuba Press.
La oleada represiva más brutal contra disidentes y periodistas independientes cubanos estaba en marcha. Por la forma -varios vehículos frenando a la vez, con militares vestidos de verde olivo y armados, quienes abrían las puertas y se tiraban apresuradamente- parecían extras rodando una película policíaca y no agentes del Departamento de Seguridad del Estado, en busca de opositores pacíficos residentes en viviendas modestas, "parapetados" tras montones de periódicos, libros, revistas y artículos periodísticos a medio mecanografiar.
Pasadas las siete de la noche, dije a Raúl:
- Me voy, porque a lo mejor ya están en nuestra casa.
Cuando llegué, Iván no había ido a bañarse ni a comer. Lo primero que hice fue preparar dos bolsas de nailon, con ropa interior y aseo personal, una para cada uno. A la de Iván le puse dos pañuelos y su spray de Salbutamol para el asma. A la mia, un rollo de papel sanitario (de mi nieta, nosotros no nos podíamos dar "el lujo" de usarlo) y un estuchito para mis lentes de contacto.
Empecé a revisar y romper papeles. Las cartas y fotos personales las fui separando, también los libros y revistas que no quería cayeran en la pira del totalitarismo cubano. Cuando todo estuvo "clasificado", me di a la tarea de sacarlos de la casa con la mayor discreción. Por suerte, era una noche sin luna y sin guardia del CDR en la cuadra.
No tenía hambre ni sed. No sentía frío ni calor. Estaba tranquila. Cerca de las doce saqué el sillón de la sala para la terraza. Me puse a repasar todo lo que debía dejarle dicho a mi hija antes de que nos vinieran a buscar. En eso recordé las libretas con direcciones y teléfonos. Anoté los imprescindibles y se los dí a mi hija, con la recomendación de que cuidara bien esa hojita de papel. En ella no faltaban, entre otros, los teléfonos de los principales corresponsales extranjeros.
Volví a sentarme en la terraza. Una media hora después sentí los pasos de Iván doblando por la esquina. Me paré, fui hacia la sala y abrí la puerta. Al verme despierta a esa hora sospechó que algo pasaba. Le conté todo lo que hasta ese momento se sabía. Estaba totalmente ajeno.
- La Seguridad del Estado suele empezar sus operativos bien temprano en la mañana o antes de caer la tarde. Así que acostémonos a dormir y... –no lo dejé terminar y añadí: ¡Que sea lo que dios quiera!
El jueves 20 de marzo se llevaron detenido a Raúl. Iván y yo, de momento, quedábamos en remojo. Para una "segunda vuelta" que no llegó a producirse, tras la repercusión internacional alcanzada por la razia de la primavera negra de 2003. El régimen había hecho coincidir el inicio de la represión con la invasión de Estados Unidos a Irak. Pensaron que en una semana podrían descabezar la disidencia dentro de la isla y nadie se enteraría. Calcularon mal.
Raúl mismo me abrió la puerta. Su rostro estaba serio. Tuve un mal presentimiento.
- Pasa y siéntate, para que te enteres.
Justo unos minutos antes de llegar, por la televisión habían mostrado la portada de un ejemplar de la revista de la Fundación Hispano Cubana donde claramente se podían leer titulares de artículos firmados por Raúl y por mí. Más claro, ni el agua.
- Prepárate para la represión que acaba de comenzar. ¿Iván está en la casa?
- No, por qué?
- Debes avisarle lo antes posible. Tú, él, yo, todos tenemos que prepararnos para ir a la cárcel.
En eso sonó el teléfono. Desde las cuatro de la tarde la Seguridad del Estado se encontraba registrando y virando al revés la casa del periodista independiente Ricardo González Alfonso, en Miramar.
Una segunda llamada volvería a entrar, notificando de la presencia de la Seguridad del Estado en el domicilio de Jorge Olivera, en la Habana Vieja. A principios de los 90, Olivera había trabajado conmigo como editor en el Instituto Cubano de Radio y Televisión. Años más tarde volveríamos a coincidir en las filas del periodismo independiente, él en la agencia Habana Press, yo en Cuba Press.
La oleada represiva más brutal contra disidentes y periodistas independientes cubanos estaba en marcha. Por la forma -varios vehículos frenando a la vez, con militares vestidos de verde olivo y armados, quienes abrían las puertas y se tiraban apresuradamente- parecían extras rodando una película policíaca y no agentes del Departamento de Seguridad del Estado, en busca de opositores pacíficos residentes en viviendas modestas, "parapetados" tras montones de periódicos, libros, revistas y artículos periodísticos a medio mecanografiar.
Pasadas las siete de la noche, dije a Raúl:
- Me voy, porque a lo mejor ya están en nuestra casa.
Cuando llegué, Iván no había ido a bañarse ni a comer. Lo primero que hice fue preparar dos bolsas de nailon, con ropa interior y aseo personal, una para cada uno. A la de Iván le puse dos pañuelos y su spray de Salbutamol para el asma. A la mia, un rollo de papel sanitario (de mi nieta, nosotros no nos podíamos dar "el lujo" de usarlo) y un estuchito para mis lentes de contacto.
Empecé a revisar y romper papeles. Las cartas y fotos personales las fui separando, también los libros y revistas que no quería cayeran en la pira del totalitarismo cubano. Cuando todo estuvo "clasificado", me di a la tarea de sacarlos de la casa con la mayor discreción. Por suerte, era una noche sin luna y sin guardia del CDR en la cuadra.
No tenía hambre ni sed. No sentía frío ni calor. Estaba tranquila. Cerca de las doce saqué el sillón de la sala para la terraza. Me puse a repasar todo lo que debía dejarle dicho a mi hija antes de que nos vinieran a buscar. En eso recordé las libretas con direcciones y teléfonos. Anoté los imprescindibles y se los dí a mi hija, con la recomendación de que cuidara bien esa hojita de papel. En ella no faltaban, entre otros, los teléfonos de los principales corresponsales extranjeros.
Volví a sentarme en la terraza. Una media hora después sentí los pasos de Iván doblando por la esquina. Me paré, fui hacia la sala y abrí la puerta. Al verme despierta a esa hora sospechó que algo pasaba. Le conté todo lo que hasta ese momento se sabía. Estaba totalmente ajeno.
- La Seguridad del Estado suele empezar sus operativos bien temprano en la mañana o antes de caer la tarde. Así que acostémonos a dormir y... –no lo dejé terminar y añadí: ¡Que sea lo que dios quiera!
El jueves 20 de marzo se llevaron detenido a Raúl. Iván y yo, de momento, quedábamos en remojo. Para una "segunda vuelta" que no llegó a producirse, tras la repercusión internacional alcanzada por la razia de la primavera negra de 2003. El régimen había hecho coincidir el inicio de la represión con la invasión de Estados Unidos a Irak. Pensaron que en una semana podrían descabezar la disidencia dentro de la isla y nadie se enteraría. Calcularon mal.