En Cuba existen ciertos apellidos que llevan una fuerte carga semántica; por eso, por cobardía, o clasificación, la mayoría de los hijos y nietos de dirigentes del primer nivel cubano, donde la falsa modestia se convirtió en estandarte y la indiscreción en delito, forman una especie de estofa digna de catálogo de rarezas, o actores de un excelente film surrealista, irreflexivo y despojados de toda referencia a lo real.
Muchos son extrovertidos; y aunque otros no sean proclives a realizar confesiones, todos forman parte de la “neocofradía del más o menos” (más o menos ilegal, más o menos escondido, más o menos conocido) que a cuenta gotas, y cada cual a su aire, fijan residencia fuera del terruño.
Hace apenas una semana salió a la luz una polémica lista con los nombres de hijos de dirigentes que viven fuera de Cuba. Faltaron un montón, sobraron otros. Hoy quiero hablar de uno de ellos.
El último día de este agosto, cuando los rayos del sol aún no alcanzaban a destrozar la oscuridad de mi cuarto; el ring ring de un celular que parecía gritar, se empeñó en hacerme saltar. Contesté – de mala gana, claro está -, y entonces escuché la desesperada voz de una muchacha aterrada. Era una veinteañera, con quien recuerdo, coincidí un par de veces en La Habana. Glenda Murillo, la más buscada.
El frágil tono de su voz me inquietó; entre tristeza, vergüenza, derrota y miel. Le dije, puedes contar conmigo. Como todos sabemos, la admirable jovencita tuvo el arrojo de romper no con un simple cordón umbilical, sino con toda una auténtica cadena. Ahora tiene que cargar con inesperadas consecuencias (personales y/o familiares); el General Raúl Castro es, exageradamente brutal.
Escuchar a la abrumada joven Murillo, me trajo a la memoria la llamada de una amiga de mi familia, que durante el tórrido verano de 1980; por el terror que le causó ser víctima de un acto de repudio (todos fueron tremebundos; pero este me pareció colosal), decidió llamar a mi casa para suplicarle a mi madre que la sacara de su hogar y, al amparo de nuestro apellido, la lleváramos hasta el Mariel. Nuestro pequeño Volkswagen se convirtió en El Nautilus; y la espantosa travesía, en las “Veinte mil leguas de viaje submarino”.
Algunos objetan y dan por insignificante suficiente valentía. A mí, acosarla, humillarla, o arrastrarla a una definición; me parece oportunismo y monumental cobardía. ¿De qué sirve una declaración?
Hay silencios elocuentes. El mero hecho de cruzar frontera y llegar hasta Estados Unidos es ya una demostración de que la división familiar, que creó la Revolución, se les convirtió en boomerang. No es lo mismo escuchar que la hija de un vecino se largó, a sentirlo en carne propia. Lo que algunos han denominado “semen de la clase dominante” no es más que otro frustrado intento o invento, para perpetuar la genética revolucionaria.
Yo deseo para nuestro país, para nosotros los cubanos un enorme soplo de unión, una gigantesca bocanada de aire fresco capaz de llevarse para siempre esa horrible fetidez que hoy hiede a bandas rivales. Respeto y apoyo el silencio de Glenda, también su privacidad; y me daría mucho placer escuchar una respuesta digna de quien no sé si mañana seguirá fungiendo (o fingiendo) como Vicepresidente de Cuba pero hasta el fin de sus días tendrá que librar la batalla de ser Padre.
Muchos son extrovertidos; y aunque otros no sean proclives a realizar confesiones, todos forman parte de la “neocofradía del más o menos” (más o menos ilegal, más o menos escondido, más o menos conocido) que a cuenta gotas, y cada cual a su aire, fijan residencia fuera del terruño.
Hace apenas una semana salió a la luz una polémica lista con los nombres de hijos de dirigentes que viven fuera de Cuba. Faltaron un montón, sobraron otros. Hoy quiero hablar de uno de ellos.
El último día de este agosto, cuando los rayos del sol aún no alcanzaban a destrozar la oscuridad de mi cuarto; el ring ring de un celular que parecía gritar, se empeñó en hacerme saltar. Contesté – de mala gana, claro está -, y entonces escuché la desesperada voz de una muchacha aterrada. Era una veinteañera, con quien recuerdo, coincidí un par de veces en La Habana. Glenda Murillo, la más buscada.
El frágil tono de su voz me inquietó; entre tristeza, vergüenza, derrota y miel. Le dije, puedes contar conmigo. Como todos sabemos, la admirable jovencita tuvo el arrojo de romper no con un simple cordón umbilical, sino con toda una auténtica cadena. Ahora tiene que cargar con inesperadas consecuencias (personales y/o familiares); el General Raúl Castro es, exageradamente brutal.
Escuchar a la abrumada joven Murillo, me trajo a la memoria la llamada de una amiga de mi familia, que durante el tórrido verano de 1980; por el terror que le causó ser víctima de un acto de repudio (todos fueron tremebundos; pero este me pareció colosal), decidió llamar a mi casa para suplicarle a mi madre que la sacara de su hogar y, al amparo de nuestro apellido, la lleváramos hasta el Mariel. Nuestro pequeño Volkswagen se convirtió en El Nautilus; y la espantosa travesía, en las “Veinte mil leguas de viaje submarino”.
Algunos objetan y dan por insignificante suficiente valentía. A mí, acosarla, humillarla, o arrastrarla a una definición; me parece oportunismo y monumental cobardía. ¿De qué sirve una declaración?
Hay silencios elocuentes. El mero hecho de cruzar frontera y llegar hasta Estados Unidos es ya una demostración de que la división familiar, que creó la Revolución, se les convirtió en boomerang. No es lo mismo escuchar que la hija de un vecino se largó, a sentirlo en carne propia. Lo que algunos han denominado “semen de la clase dominante” no es más que otro frustrado intento o invento, para perpetuar la genética revolucionaria.
Yo deseo para nuestro país, para nosotros los cubanos un enorme soplo de unión, una gigantesca bocanada de aire fresco capaz de llevarse para siempre esa horrible fetidez que hoy hiede a bandas rivales. Respeto y apoyo el silencio de Glenda, también su privacidad; y me daría mucho placer escuchar una respuesta digna de quien no sé si mañana seguirá fungiendo (o fingiendo) como Vicepresidente de Cuba pero hasta el fin de sus días tendrá que librar la batalla de ser Padre.