Cuentan que cuando más baja estuvo la popularidad revolucionaria, en una reunión de Estado, uno de los Comandantes sugirió un plan que llamó “Alegría de caballo capa’o”. Consistía en bajar el presupuesto educacional, liberar unos cuantos millones de pesos para organizar fiestas populares, y otros tantos millones para reparar y mejorar las condiciones de las cárceles y los centros penitenciarios. Los presentes murmuraron, ninguno podía entender que el rescate de una Revolución que se iba a pique, dependiera de un reparto tan disparatado.
El Comandante sonrió y expresó con más aire de convencimiento que inclinación al arrepentimiento: Señores, colegas, ya tenemos cierta edad, y seguro a la escuela no regresaremos; pero a las cárceles, nadie sabe.
Esta veraz anécdota resume la personalidad de un señor al que no debo describir con adjetivos. Un hombre para quien pasear en yate es un suplicio, y aunque lo hace con patrón, marineros, sirvientes, escoltas, y una gama bastante heterogénea de acompañantes; en cuanto pone pie en tierra repite: El mar no es lugar para campesinos.
Guillermo García Frías es uno de los Comandantes de la Revolución, un tipo sumamente pintoresco difícil de encasillar, calificar de estúpido o genio. Natural de El Plátano, corazón de La Sierra Maestra, municipio Pilón, provincia Granma, posee una interesante visión de la vida.
No hace mucho alguien le organizó una fiesta para intentar reunir a sus incontables hijos. No faltó comida, bebida, acordes de alegre guateque amenizado con pelea de gallos, tumba de toros, palo ensebado, décimas, y el contagioso ritmo de su inseparable y legendario órgano oriental. Pero el toque singular fue cuando Varguitas (su leal jefe de escoltas), le presentaba a sus hijos y Guillermo preguntaba, ¿Y tú, mijo, de quién eres hijo, cómo se llama tu madre?
Recuerdo una vez que viajamos de Bayamo a Las Coloradas en helicóptero ejecutivo. Yo nací un dos de diciembre y, como regalo de cumpleaños, por muchos años fui invitado al acto conmemorativo del desembarco del Granma. En aquella ocasión, quizás por nerviosismo, o exceso de alcohol, Guillermo no paró de hablar; y aprovechando que lo hacía en un tono permisivo, irreverente y campechano, mientras su conversación transitaba por algo que parecía ser un análisis de la situación sociopolítica cubana, me le acerqué y discrepé con muchísimo respeto: - ….pero Guillermo, en Cuba existe descontento, existe incluso disidencia.
-¿Tú crees?- Por un segundo buscó algo que no encontró, llamó a su jefe de escolta y sin arrogancia ordenó - Varguitas, sírvenos Jim Beam y dile al chofer de esta cosa que disminuya un poquito la altura para poderle mirar la cara a la gente de la ciudad.
Su orden se cumplió de ipso facto, y al breve descenso empezamos a descubrir personas caminando absortos mirando al piso, sin apenas saberse espiados. Niños jugando, corriendo contentos mirando al cielo, queriendo alcanzar nuestra nave como a un sueño. Viejos que alzaban sus brazos y sonreían sin dientes diciendo adiós. Y cada tres o cuatro esquinas divisábamos a un pequeño grupo de amigos reunidos en torno a una botella de Ron o algún juego de dominó.
– Mira mijo - comenzó a profetizar el Comandante Guillermo con una estética definida que aún no logro ubicar, entre ironía desfachatez o sabiduría -, descontento siempre habrá; pero no hay disidencia, solo algunos disidentes que comparten la misma pasión con nosotros los dirigentes: El poder.
Hizo una pausa, respiró, tragó un sorbo de su Whiskey Bourbon preferido y continuó –; pero esos disidentes se pierden compitiendo entre ellos mismos, apasionados en buscar afuera lo que no desean de adentro.
Carente de grandiosidad se acercó a la ventanilla y, con más culpa que dolor, sentenció - Esa gente que tu ves no ha perdido su valor; pero el tiempo los anquilosó, la inercia los acostumbró a comportarse como actúan los bueyes frente a las vacas en celo. Dicen los inteligentes que eso se llama Entropía.