Sobre el sofá hay un perro de peluche al que le falta un ojo y tiene una oreja descosida. Hace treinta años jugaba con él una niña que ya tiene dos hijos. Ninguno de ellos tuvo edad para conocer el mercado racionado de productos industriales. Por eso cuando su madre les explica que ese muñeco le tocó por la categoría de “básico”, la miran como si hablara en chino.
Para ellos todo es diferente. Desde pequeños saben que los juguetes sólo se venden en moneda convertible. A veces cuando los llevan al gran mercado de la calle Carlos III se quedan con el rostro pegado al cristal frente a un poni rosado y una casita de plástico con chimenea.
Son dos generaciones distintas pero unidas por similar desazón. A la treintañera le tocó una época de subsidio soviético y distribución normada de todo… o de casi todo. Sus niños, por su parte, han vivido tiempos de dualidad monetaria y de escases. Mientras para ella el Día de Reyes no se celebraba en enero, sino que oficialmente se pasó para julio y se nombró de otra manera, sus hijos han visto el renacer frenético de muchas tradiciones.
En los años ochenta la abuela de aquella niña del muñeco de peluche, le contaba en un susurro sobre Baltasar, Melchor y Gaspar. Una vez que creció le enseñó a sus retoños –sin tapujos- el ritual de la carta con pedidos y del agua lista para que los camellos se sacien.
Hoy la niña de antaño amaneció a las afueras de una tienda de juguetes muy distinta a las de su infancia. Ninguna empleada le exigirá una libreta con cupones y casillas para arrancar o marcar el número correspondiente a cada producto.
Ahora son los pesos convertibles –que no le pagan en su salario- los únicos que darán a sus hijos acceso a las muñecas, los carritos o a unas simples bolas de cristal. Así que cuenta las monedas y calcula mentalmente para qué le alcanzan. Debe apurarse, los niños se habrán despertado y estarán buscando los regalos de los Reyes por toda la casa.
Logró comprar una flauta de plástico y un pequeñísimo perro de peluche. Tiene las orejas grandotas y los ojos azules.
Este artículo de Yoani Sánchez fue originalmente publicado en Generación Y
Para ellos todo es diferente. Desde pequeños saben que los juguetes sólo se venden en moneda convertible. A veces cuando los llevan al gran mercado de la calle Carlos III se quedan con el rostro pegado al cristal frente a un poni rosado y una casita de plástico con chimenea.
Son dos generaciones distintas pero unidas por similar desazón. A la treintañera le tocó una época de subsidio soviético y distribución normada de todo… o de casi todo. Sus niños, por su parte, han vivido tiempos de dualidad monetaria y de escases. Mientras para ella el Día de Reyes no se celebraba en enero, sino que oficialmente se pasó para julio y se nombró de otra manera, sus hijos han visto el renacer frenético de muchas tradiciones.
En los años ochenta la abuela de aquella niña del muñeco de peluche, le contaba en un susurro sobre Baltasar, Melchor y Gaspar. Una vez que creció le enseñó a sus retoños –sin tapujos- el ritual de la carta con pedidos y del agua lista para que los camellos se sacien.
Hoy la niña de antaño amaneció a las afueras de una tienda de juguetes muy distinta a las de su infancia. Ninguna empleada le exigirá una libreta con cupones y casillas para arrancar o marcar el número correspondiente a cada producto.
Ahora son los pesos convertibles –que no le pagan en su salario- los únicos que darán a sus hijos acceso a las muñecas, los carritos o a unas simples bolas de cristal. Así que cuenta las monedas y calcula mentalmente para qué le alcanzan. Debe apurarse, los niños se habrán despertado y estarán buscando los regalos de los Reyes por toda la casa.
Logró comprar una flauta de plástico y un pequeñísimo perro de peluche. Tiene las orejas grandotas y los ojos azules.
Este artículo de Yoani Sánchez fue originalmente publicado en Generación Y