A finales de los años 70, cuando cualquier cosa parecida a Internet aún sonaba a fábula de ciencia ficción, habaneros como Sergio se pasaban horas rastreando en sus radios soviéticos la onda corta para escuchar la VOA o el Servicio Latinoamericano de la BBC.
Por ese entonces, la Cuba de Fidel Castro era una pieza del Kremlin en el ajedrez de la Guerra Fría. En la isla, buscar otras fuentes de información era peligroso.
Castro implantó un calco caribeño de la URSS. Era delito leer la prensa de Estados Unidos o libros de escritores disidentes como Guillermo Cabrera Infante o Aleksandr Solzhenitsyn.
“Así y todo, aquellos que deseábamos estar informados buscábamos la manera. Había técnicos que te instalaban piezas de radios militares robados para que el aparato mejorase su potencia. Un grupo de amigos y yo nos pasábamos la madrugada en una azotea, rastreando las emisoras en español de Miami. De esa forma, los amantes del rock, prohibido por el gobierno, lo escuchábamos”, recuerda Sergio.
Por esas fechas, la población tenía como única fuente de información la prensa oficial. Hubo personas que se enteraron con años de retraso de que una nave estadounidense había llegado a la luna. La invasión soviética a Praga era un eco lejano. También, la agresión a Afganistán, y las reformas chinas de Deng Xiao Ping.
El diario Granma solo dedicaba espacio a los extensos discursos del comandante en jefe, los logros del comunismo soviético, que en 1980 prometía superar el estándar de vida de Estados Unidos, o las derrotas y crímenes de las tropas gringas en Vietnam.
Las cartas a los parientes al otro lado del Estrecho de la Florida eran revisadas con lupa por los servicios especiales, igual que las llamadas telefónicas. La percepción general era que las sociedades capitalistas tenían fecha de caducidad. Se creía que Moscú era una ciudad más opulenta que Nueva York. Y que en Estados Unidos, los negros y los hispanos vivían segregados.
'El futuro pertenece por entero al socialismo', aseguraba el lema oficial. Se publicaban amplias estadísticas para demostrar el salto cualitativo económico y social de Cuba con respecto a su etapa republicana.
Pero la muralla a la información foránea se fue resquebrajando en 1978, con la apertura de los viajes a la isla de cubanos residentes en 'el país de los malos'. Unos 'malos' que llegaban cargados de maletas con medicinas, calzado y ropa de moda.
Y que por las noches, contaban a sus parientes pobres las oportunidades que brindaba Estados Unidos a todos aquéllos que trabajaran duro y bien. Detallaban cómo los supermercados estaban repletos de alimentos y por las calles circulaban los últimos modelos de autos salidos de Ford y Chrysler.
Luego la tele comenzó a pasar filmes de Hollywood los sábados por la noche. Y en los cines, además de películas soviéticas, checas y polacas, se proyectaban filmes de USA. Había una mezcla de apertura y descaro: debido al embargo, se pirateaban las cintas, sin pagar derechos de autor.
Pero a grandes rasgos seguía la férrea censura. Asuntos en apariencia inocuos podían provocar un informe detallado a las ‘instancias superiores’ de algún intransigente partidario del régimen.
José Luis, 47 años, recuerda: “A mediados de los 80, un oficial de la Seguridad del Estado habló con mis padres, porque en una videocasetera Betamax junto a unos amigos veíamos películas de Bruce Lee. Un vecino había hecho la denuncia”.
Han pasado tres décadas y Danilo, 49 años, no olvida el susto que pasó cuando al salir de las clases en el preuniversitario, agentes de la Seguridad lo detuvieron. “El supuesto delito era haber comentado con compañeros de aula que las armas y los autos americanos eran de superior calidad a los soviéticos y que Dios existía”.
Los libros sobre religión, el béisbol de Grandes Ligas, o de política que no fuera el marxismo-leninismo, se forraban, para no llamar la atención, con fotos de Fidel Castro. Buscar información desde otra perspectiva era pasatiempo de intelectuales curiosos o de pichones de ‘contrarrevolucionarios’.
Lo que decía Castro era sagrado. Sus versiones de la muerte del custodio de la embajada del Perú Pedro Ortiz Cabrera en abril de 1980, o la noticia de que un grupo de cubanos se había inmolado junto a la bandera durante la intervención estadounidense en Granada en 1983, no admitían dobles lecturas.
Fidel Castro era omnisciente. Sinónimo de la verdad. Te anotabas puntos si te sabías “de carretilla” algún fragmento de sus discursos o un trecho de la carta enviada por Che Guevara antes de partir a la guerra de guerrillas en Bolivia.
La lealtad se recompensaba con un refrigerador Minsk, o un televisor en blanco y negro Krim de factura soviética.
Si 1984, el libro de Orwell, fue decisivo para muchos jóvenes, el año 1984 definitivamente estimuló el interés de buena parte de la población por explorar otras informaciones y dejar de vivir como auténticos zombis. [En octubre del año anterior el Presidente Ronald Reagan había promulgado la Ley de Transmisiones Radiales a Cuba, que preveía la creación de Radio Martí para romper el monopolio de las noticias y la información en la isla]
El 20 de mayo de 1985 Radio Martí salió al aire. ¡La que armó el régimen!. Tanta algazara despertó aún más la curiosidad. Amas de casa en todos los barrios habaneros escuchaban la radionovela Esmeralda con el audio muy bajo.
A los pocos días, el caudillo verdeolivo interfirió la señal con un molesto pitido. Había orientaciones a los Comités de Defensa de la Revolución de informar sobre las personas que oyeran Radio Martí.
Años después, con altibajos en la calidad de su programación, se convirtió en una tribuna para la disidencia y la prensa libre de la isla. El único medio por donde los escuchaban -y los siguen escuchando-- los ciudadanos de la Cuba profunda.
Pero ésa es otra historia, más larga.
(Continuará)
Por ese entonces, la Cuba de Fidel Castro era una pieza del Kremlin en el ajedrez de la Guerra Fría. En la isla, buscar otras fuentes de información era peligroso.
Castro implantó un calco caribeño de la URSS. Era delito leer la prensa de Estados Unidos o libros de escritores disidentes como Guillermo Cabrera Infante o Aleksandr Solzhenitsyn.
“Así y todo, aquellos que deseábamos estar informados buscábamos la manera. Había técnicos que te instalaban piezas de radios militares robados para que el aparato mejorase su potencia. Un grupo de amigos y yo nos pasábamos la madrugada en una azotea, rastreando las emisoras en español de Miami. De esa forma, los amantes del rock, prohibido por el gobierno, lo escuchábamos”, recuerda Sergio.
Por esas fechas, la población tenía como única fuente de información la prensa oficial. Hubo personas que se enteraron con años de retraso de que una nave estadounidense había llegado a la luna. La invasión soviética a Praga era un eco lejano. También, la agresión a Afganistán, y las reformas chinas de Deng Xiao Ping.
El diario Granma solo dedicaba espacio a los extensos discursos del comandante en jefe, los logros del comunismo soviético, que en 1980 prometía superar el estándar de vida de Estados Unidos, o las derrotas y crímenes de las tropas gringas en Vietnam.
Las cartas a los parientes al otro lado del Estrecho de la Florida eran revisadas con lupa por los servicios especiales, igual que las llamadas telefónicas. La percepción general era que las sociedades capitalistas tenían fecha de caducidad. Se creía que Moscú era una ciudad más opulenta que Nueva York. Y que en Estados Unidos, los negros y los hispanos vivían segregados.
'El futuro pertenece por entero al socialismo', aseguraba el lema oficial. Se publicaban amplias estadísticas para demostrar el salto cualitativo económico y social de Cuba con respecto a su etapa republicana.
Pero la muralla a la información foránea se fue resquebrajando en 1978, con la apertura de los viajes a la isla de cubanos residentes en 'el país de los malos'. Unos 'malos' que llegaban cargados de maletas con medicinas, calzado y ropa de moda.
Y que por las noches, contaban a sus parientes pobres las oportunidades que brindaba Estados Unidos a todos aquéllos que trabajaran duro y bien. Detallaban cómo los supermercados estaban repletos de alimentos y por las calles circulaban los últimos modelos de autos salidos de Ford y Chrysler.
Luego la tele comenzó a pasar filmes de Hollywood los sábados por la noche. Y en los cines, además de películas soviéticas, checas y polacas, se proyectaban filmes de USA. Había una mezcla de apertura y descaro: debido al embargo, se pirateaban las cintas, sin pagar derechos de autor.
Pero a grandes rasgos seguía la férrea censura. Asuntos en apariencia inocuos podían provocar un informe detallado a las ‘instancias superiores’ de algún intransigente partidario del régimen.
José Luis, 47 años, recuerda: “A mediados de los 80, un oficial de la Seguridad del Estado habló con mis padres, porque en una videocasetera Betamax junto a unos amigos veíamos películas de Bruce Lee. Un vecino había hecho la denuncia”.
Han pasado tres décadas y Danilo, 49 años, no olvida el susto que pasó cuando al salir de las clases en el preuniversitario, agentes de la Seguridad lo detuvieron. “El supuesto delito era haber comentado con compañeros de aula que las armas y los autos americanos eran de superior calidad a los soviéticos y que Dios existía”.
Los libros sobre religión, el béisbol de Grandes Ligas, o de política que no fuera el marxismo-leninismo, se forraban, para no llamar la atención, con fotos de Fidel Castro. Buscar información desde otra perspectiva era pasatiempo de intelectuales curiosos o de pichones de ‘contrarrevolucionarios’.
Lo que decía Castro era sagrado. Sus versiones de la muerte del custodio de la embajada del Perú Pedro Ortiz Cabrera en abril de 1980, o la noticia de que un grupo de cubanos se había inmolado junto a la bandera durante la intervención estadounidense en Granada en 1983, no admitían dobles lecturas.
Fidel Castro era omnisciente. Sinónimo de la verdad. Te anotabas puntos si te sabías “de carretilla” algún fragmento de sus discursos o un trecho de la carta enviada por Che Guevara antes de partir a la guerra de guerrillas en Bolivia.
La lealtad se recompensaba con un refrigerador Minsk, o un televisor en blanco y negro Krim de factura soviética.
Si 1984, el libro de Orwell, fue decisivo para muchos jóvenes, el año 1984 definitivamente estimuló el interés de buena parte de la población por explorar otras informaciones y dejar de vivir como auténticos zombis. [En octubre del año anterior el Presidente Ronald Reagan había promulgado la Ley de Transmisiones Radiales a Cuba, que preveía la creación de Radio Martí para romper el monopolio de las noticias y la información en la isla]
El 20 de mayo de 1985 Radio Martí salió al aire. ¡La que armó el régimen!. Tanta algazara despertó aún más la curiosidad. Amas de casa en todos los barrios habaneros escuchaban la radionovela Esmeralda con el audio muy bajo.
A los pocos días, el caudillo verdeolivo interfirió la señal con un molesto pitido. Había orientaciones a los Comités de Defensa de la Revolución de informar sobre las personas que oyeran Radio Martí.
Años después, con altibajos en la calidad de su programación, se convirtió en una tribuna para la disidencia y la prensa libre de la isla. El único medio por donde los escuchaban -y los siguen escuchando-- los ciudadanos de la Cuba profunda.
Pero ésa es otra historia, más larga.
(Continuará)