Los cubanos, si acaso, solo tenemos derecho a aprobar lo que ya viene cocinado desde las altas instancias del poder. Las propuestas o reformas económicas y jurídicas parten del status quo.
A la gente de a pie, si acaso, le queda debatir en una reunión del sindicato. Pero por lo general, debe aceptar y al final aplaudir. En Cuba, recoger firmas hacer una modificación legal o instaurar una nueva ley es atentar contra el Estado.
Los cubanos apenas tenemos derechos políticos. Estamos segregados. Tener otro proyecto de gobierno, apostar por una economía de mercado, elegir concejales, diputados o presidentes, con la participación de candidatos de partidos diversos, es un delito sancionado por la Constitución.
En 2002, Fidel Castro introdujo una reforma a la carta magna donde perpetuó su visión del gobierno y país. No importa que en 55 años esa fórmula no haya funcionado. No tenemos otra opción.
La oposición es ilegal. Cuba es la única nación del hemisferio occidental donde disentir está prohibido por decreto. Las tímidas voces dentro de un ala de la izquierda reformista, aupadas por la iglesia católica, proponen una "oposición leal".
Me pregunto: leal a qué o a quién. Cualquier ciudadano que se enrole en la vida política debe ser leal a su patria. Nadie tiene que ser leal a una forma de gobernar con la cual no está de acuerdo.
Por varias razones. La esencial, porque no ha funcionado. La mayoría de la gente sigue viviendo mal y comer dos platos calientes devora el 95% de sus entradas. Comprar una casa, un electrodoméstico o acceder a internet es un lujo para un trabajador, que devenga un salario promedio de 20 dólares al mes.
Aunque el régimen lo prohíba, es lícito que una o varias personas creen nuevos partidos o movimientos con una plataforma y propuestas económicas y políticas divergentes.
También forma parte de los derechos humanos la libertad de escoger una ideología distinta. El gobierno no puede ser un monopolio de un partido. Tener aspiraciones políticas, incluso presidenciales, son ambiciones legítimas para quien tenga un proyecto de país inclusivo, moderno y funcional.
Cuba no es una monarquía. Pero en estos 55 años ha funcionado como una dinastía. No tenemos porqué aceptar que el poder se trasmita por herencia. Se debe consultar libremente a la población sobre el sistema político que desea.
De una vez y por todas, se debiera respetar el libre derecho de asociación y libertad de expresión. Los trabajadores deben tener toda la autoridad de pertenecer a sindicatos que velen por sus derechos.
También que se aprueben leyes que permitan revocar a un ministro o presidente incapaz. Se debería desenterrar para siempre esa concepción autocrática de gobernar.
Deberíamos poder tener derechos políticos distintos y que se nos respeten. No tener que reverenciar las propuestas del contrario si nos parecen descabelladas. No permitir que se instauren leyes que repriman y encarcelen.
Los políticos se deben a la gente, no a la inversa. Echemos abajo el apartheid político que desde hace 55 años impera en la isla. Cuba no es una quincalla ni una finca particular. Cuba es de todos los cubanos.
A la gente de a pie, si acaso, le queda debatir en una reunión del sindicato. Pero por lo general, debe aceptar y al final aplaudir. En Cuba, recoger firmas hacer una modificación legal o instaurar una nueva ley es atentar contra el Estado.
Los cubanos apenas tenemos derechos políticos. Estamos segregados. Tener otro proyecto de gobierno, apostar por una economía de mercado, elegir concejales, diputados o presidentes, con la participación de candidatos de partidos diversos, es un delito sancionado por la Constitución.
En 2002, Fidel Castro introdujo una reforma a la carta magna donde perpetuó su visión del gobierno y país. No importa que en 55 años esa fórmula no haya funcionado. No tenemos otra opción.
La oposición es ilegal. Cuba es la única nación del hemisferio occidental donde disentir está prohibido por decreto. Las tímidas voces dentro de un ala de la izquierda reformista, aupadas por la iglesia católica, proponen una "oposición leal".
Me pregunto: leal a qué o a quién. Cualquier ciudadano que se enrole en la vida política debe ser leal a su patria. Nadie tiene que ser leal a una forma de gobernar con la cual no está de acuerdo.
Por varias razones. La esencial, porque no ha funcionado. La mayoría de la gente sigue viviendo mal y comer dos platos calientes devora el 95% de sus entradas. Comprar una casa, un electrodoméstico o acceder a internet es un lujo para un trabajador, que devenga un salario promedio de 20 dólares al mes.
Aunque el régimen lo prohíba, es lícito que una o varias personas creen nuevos partidos o movimientos con una plataforma y propuestas económicas y políticas divergentes.
También forma parte de los derechos humanos la libertad de escoger una ideología distinta. El gobierno no puede ser un monopolio de un partido. Tener aspiraciones políticas, incluso presidenciales, son ambiciones legítimas para quien tenga un proyecto de país inclusivo, moderno y funcional.
Cuba no es una monarquía. Pero en estos 55 años ha funcionado como una dinastía. No tenemos porqué aceptar que el poder se trasmita por herencia. Se debe consultar libremente a la población sobre el sistema político que desea.
De una vez y por todas, se debiera respetar el libre derecho de asociación y libertad de expresión. Los trabajadores deben tener toda la autoridad de pertenecer a sindicatos que velen por sus derechos.
También que se aprueben leyes que permitan revocar a un ministro o presidente incapaz. Se debería desenterrar para siempre esa concepción autocrática de gobernar.
Deberíamos poder tener derechos políticos distintos y que se nos respeten. No tener que reverenciar las propuestas del contrario si nos parecen descabelladas. No permitir que se instauren leyes que repriman y encarcelen.
Los políticos se deben a la gente, no a la inversa. Echemos abajo el apartheid político que desde hace 55 años impera en la isla. Cuba no es una quincalla ni una finca particular. Cuba es de todos los cubanos.