La Navidad es una de las festividades más importantes del cristianismo, desde la llegada de los españoles a América, celebrarla pasó a formar parte de nuestras tradiciones, así como del patrimonio religioso y cultural de nuestro pueblo.
Se adornaban las casas, las vidrieras y las calles, arbolitos y villancicos inundaban la Isla. Llegaba la mágica Nochebuena, víspera del nacimiento, donde se reunían familia y amigos a cenar, abrir regalos y luego a misa de gallo. Se deseaba paz y prosperidad.
Pero Cuba es un país escondido entre el embuste y la desilusión; Belén se alejó de La Habana, y – ante los ojos del Partido - la ilusión navideña creaba extraños círculos de fe que hacían a los ciudadanos perder el anzuelo endilgado; fue por ello que, la muerte de Ernesto Guevara, la siempre inminente invasión, el trabajo voluntario y la crisis económica, se convirtieron en pretextos para que el gobierno cubano suspendiera la festividad.
Era una mezcla entre pecado y frivolidad esperar el advenimiento del niño Jesús, y la llegada de los Reyes Magos; teniendo la solemnidad de un recién llegado joven líder, creído mesías, y sus hieráticos discípulos. La nueva religión no admitía competencia, y sus deidades prometían ser el non plus ultra de la perfección.
La impuesta no navidad anuló la fantasía, estimuló la farsa del luto y el mito de la obediencia; el país se convirtió en un enorme manicomio donde todos fingen que no existe ambición, y la élite gobernante se especializó en practicar lo que podríamos llamar “modestia con intermitencia”.
Durante los años de la prohibición, el miedo obligó a los creyentes a esperar en la intimidad de sus casas el nacimiento de Jesucristo; y por idéntica razón, los dirigentes hicieron lo mismo. La diferencia no la marcaba el temor, sino la cercanía al poder.
En 1998, y después de la visita a Cuba de Su Santidad El Papa Juan Pablo II, el gobierno utilizó toda una página de Granma para justificar la decisión adoptada en 1969, y empleando argumentos que iban desde económicos a climatológicos, decretó festivo el 25 de Diciembre.
Para los altos mandantes de la excéntrica revolución cubana, la Natividad era y continúa siendo una época de premios, sobresaltos, alegría o frustración. Todo el día están recibiendo tarjetas, llamadas, abrazos, halagos, queridas, cestas con frutas, golosinas; exclusivas botellas de vino, y exuberantes regalos que llegan de reinos lejanos o de feudos muy cercanos. Porque si bien es cierto que todos esperan la medianoche con sus familiares, cachanchanes y amigotes, sentados frente a una mesa vestida con mantel de hilo, y elegante vajilla de preferencia francesa, escoltada con cubertería de plata; la realidad es que este lujo no muestra su valor de uso hasta que no se recibe la llamada o la visita de un Santa Claus que otrora fue un Fidel aburrido, de conciencia envenenada, que aparecía solemne controlador y discreto; ahora es la de un Raúl tumultuoso, que atosiga con insoportable estridencia y séquito arrogante.
Los dirigentes que reciben regalos van bien, si además estos van convoyados con visita, se saben hombres de confianza; los que no, aprenden a rezar o a pintar, el golpe es demoledor, serán tronados.
Se adornaban las casas, las vidrieras y las calles, arbolitos y villancicos inundaban la Isla. Llegaba la mágica Nochebuena, víspera del nacimiento, donde se reunían familia y amigos a cenar, abrir regalos y luego a misa de gallo. Se deseaba paz y prosperidad.
Pero Cuba es un país escondido entre el embuste y la desilusión; Belén se alejó de La Habana, y – ante los ojos del Partido - la ilusión navideña creaba extraños círculos de fe que hacían a los ciudadanos perder el anzuelo endilgado; fue por ello que, la muerte de Ernesto Guevara, la siempre inminente invasión, el trabajo voluntario y la crisis económica, se convirtieron en pretextos para que el gobierno cubano suspendiera la festividad.
Era una mezcla entre pecado y frivolidad esperar el advenimiento del niño Jesús, y la llegada de los Reyes Magos; teniendo la solemnidad de un recién llegado joven líder, creído mesías, y sus hieráticos discípulos. La nueva religión no admitía competencia, y sus deidades prometían ser el non plus ultra de la perfección.
La impuesta no navidad anuló la fantasía, estimuló la farsa del luto y el mito de la obediencia; el país se convirtió en un enorme manicomio donde todos fingen que no existe ambición, y la élite gobernante se especializó en practicar lo que podríamos llamar “modestia con intermitencia”.
Durante los años de la prohibición, el miedo obligó a los creyentes a esperar en la intimidad de sus casas el nacimiento de Jesucristo; y por idéntica razón, los dirigentes hicieron lo mismo. La diferencia no la marcaba el temor, sino la cercanía al poder.
En 1998, y después de la visita a Cuba de Su Santidad El Papa Juan Pablo II, el gobierno utilizó toda una página de Granma para justificar la decisión adoptada en 1969, y empleando argumentos que iban desde económicos a climatológicos, decretó festivo el 25 de Diciembre.
Para los altos mandantes de la excéntrica revolución cubana, la Natividad era y continúa siendo una época de premios, sobresaltos, alegría o frustración. Todo el día están recibiendo tarjetas, llamadas, abrazos, halagos, queridas, cestas con frutas, golosinas; exclusivas botellas de vino, y exuberantes regalos que llegan de reinos lejanos o de feudos muy cercanos. Porque si bien es cierto que todos esperan la medianoche con sus familiares, cachanchanes y amigotes, sentados frente a una mesa vestida con mantel de hilo, y elegante vajilla de preferencia francesa, escoltada con cubertería de plata; la realidad es que este lujo no muestra su valor de uso hasta que no se recibe la llamada o la visita de un Santa Claus que otrora fue un Fidel aburrido, de conciencia envenenada, que aparecía solemne controlador y discreto; ahora es la de un Raúl tumultuoso, que atosiga con insoportable estridencia y séquito arrogante.
Los dirigentes que reciben regalos van bien, si además estos van convoyados con visita, se saben hombres de confianza; los que no, aprenden a rezar o a pintar, el golpe es demoledor, serán tronados.