Una foto, una sonrisa, y el embarazo de mi hija, no dejaron mucho espacio para que este domingo de junio pudiera escapar de mí mismo. Primero me urge aclarar que no existe una razón, barrera, culpa, ideal o frontera capaz de hacerme negar mi origen, está en mi sangre, en mis genes, en mi apellido. Amo a mi padre, así de simple, en tiempo presente. No quiero, ni me interesa, renunciar a lo que soy.
Juan José Almeida Bosque, habanero de nacimiento y oriental de corazón, nació el 17 de febrero de 1927, siempre se quitaba un año, y nunca supimos la razón. De abolengo entre los pobres, no sé si fue por prudencia, valor, sabiduría, suerte, o por la santísima ayuda de sus atributos afro religiosos (recibió a los nueve años Aggayú con oro para Changó); logró cambiar su destino.
Mi madre, una guajirita de Maffo, pueblito en las estribaciones de la Sierra Maestra, se enamoró de las historias que por allí corrían de los barbudos en las montañas, ahí fue donde escuchó por primera vez hablar de un tal Almeida, se decía que era un mulato alto y fuerte que usaba un abrigo negro y una ametralladora calibre 30. Eso, y otros mitos de la guerra la hicieron admirarlo. Un buen día avisaron que Almeida bajaría de la Sierra y pasaría por allí. Emocionada, y con el propósito de verlo se quedó a la espera despierta. Se puso su mejor vestido para conocerlo. Y cuando lo vio. ¡Qué chasco!, aquel mulato grande y fuerte, no era más que un negrito chiquitico, flaquito y con tremenda hambre. ¡Ah!, el abrigo negro le quedaba grande; y de la ametralladora, ni hablemos. Pero se enamoró de él, y de sus sueños, entonces decidió correr su misma suerte.
Tiempo después se casaron en la iglesia Santo Tomás de la eternamente hospitalaria Santiago de Cuba.
La Revolución cubana comenzó siendo un hermoso e idílico sueño. El tiempo, las circunstancias, y el desmedido apego al poder la convirtieron en una férrea dictadura. No debemos olvidar que aquellos hombres llegados al poder en 1959 crearon su propio código de amistad, de traición, de lealtad y fidelidad. No digo que haya sido bueno, tampoco malo; simplemente dije “propio”.
Quizás por su color y origen, que acompañaba con una estupenda sonrisa, siempre tuvo aceptación entre las masas populares. Digamos que el hombre era visto como la cara del negro pobre en el poder. En público se le veía poco, detestaba el protagonismo, le aterrorizaba el ridículo, padecía de agorafobia, y enloquecía ante mujeres hermosas (en especial las de ojos negros y piernas gordas).
Algunos aseguran que Almeida fue leal a Fidel para ser y mantener el status de privilegiado. Sentencia algo desproporcionada, mi padre nunca dejó de creer en un sistema social que entendió más justo, o mejor dicho, menos injusto. Se decepcionó de eso que llaman “doctrina”. Terminó por ser, y no estar; figurar sin participar.
Mi padre tuvo el poder y el apoyo para, si hubiese querido, cambiar algún acontecimiento de la historia de mi país; pero no es mi intención hablar de ello hoy.
Fue un hombre en extremo tierno que paradójicamente murió sin decir “Te quiero”, quizás por eso se refugió en la creación, amaba la música y componer canciones. Era absolutamente adepto a su universo particular, su familia.
Es difícil para un hijo escribir sin parcializarse; pero ya lo dije alguna vez, si vuelvo a nacer, no quisiera un padre igual, ni mejor, quiero el mismo.
Juan José Almeida Bosque, habanero de nacimiento y oriental de corazón, nació el 17 de febrero de 1927, siempre se quitaba un año, y nunca supimos la razón. De abolengo entre los pobres, no sé si fue por prudencia, valor, sabiduría, suerte, o por la santísima ayuda de sus atributos afro religiosos (recibió a los nueve años Aggayú con oro para Changó); logró cambiar su destino.
Mi madre, una guajirita de Maffo, pueblito en las estribaciones de la Sierra Maestra, se enamoró de las historias que por allí corrían de los barbudos en las montañas, ahí fue donde escuchó por primera vez hablar de un tal Almeida, se decía que era un mulato alto y fuerte que usaba un abrigo negro y una ametralladora calibre 30. Eso, y otros mitos de la guerra la hicieron admirarlo. Un buen día avisaron que Almeida bajaría de la Sierra y pasaría por allí. Emocionada, y con el propósito de verlo se quedó a la espera despierta. Se puso su mejor vestido para conocerlo. Y cuando lo vio. ¡Qué chasco!, aquel mulato grande y fuerte, no era más que un negrito chiquitico, flaquito y con tremenda hambre. ¡Ah!, el abrigo negro le quedaba grande; y de la ametralladora, ni hablemos. Pero se enamoró de él, y de sus sueños, entonces decidió correr su misma suerte.
Tiempo después se casaron en la iglesia Santo Tomás de la eternamente hospitalaria Santiago de Cuba.
La Revolución cubana comenzó siendo un hermoso e idílico sueño. El tiempo, las circunstancias, y el desmedido apego al poder la convirtieron en una férrea dictadura. No debemos olvidar que aquellos hombres llegados al poder en 1959 crearon su propio código de amistad, de traición, de lealtad y fidelidad. No digo que haya sido bueno, tampoco malo; simplemente dije “propio”.
Quizás por su color y origen, que acompañaba con una estupenda sonrisa, siempre tuvo aceptación entre las masas populares. Digamos que el hombre era visto como la cara del negro pobre en el poder. En público se le veía poco, detestaba el protagonismo, le aterrorizaba el ridículo, padecía de agorafobia, y enloquecía ante mujeres hermosas (en especial las de ojos negros y piernas gordas).
Algunos aseguran que Almeida fue leal a Fidel para ser y mantener el status de privilegiado. Sentencia algo desproporcionada, mi padre nunca dejó de creer en un sistema social que entendió más justo, o mejor dicho, menos injusto. Se decepcionó de eso que llaman “doctrina”. Terminó por ser, y no estar; figurar sin participar.
Mi padre tuvo el poder y el apoyo para, si hubiese querido, cambiar algún acontecimiento de la historia de mi país; pero no es mi intención hablar de ello hoy.
Fue un hombre en extremo tierno que paradójicamente murió sin decir “Te quiero”, quizás por eso se refugió en la creación, amaba la música y componer canciones. Era absolutamente adepto a su universo particular, su familia.
Es difícil para un hijo escribir sin parcializarse; pero ya lo dije alguna vez, si vuelvo a nacer, no quisiera un padre igual, ni mejor, quiero el mismo.