Este siete de julio se cumplieron 82 años de la muerte, en 1930, del escritor escocés Sir Arthur Ignatius Conan Doyle, celebérrimo por fomentar al más famoso detective ficticio del mundo, Sherlock Holmes, personaje poderosamente psicológico a la hora de armar el rompecabezas del aparente azar para resolver satisfactoriamente el misterio detrás del crimen.
Por si fuera poco, Conan Doyle no fue sólo un escritor de éxito, sino también médico y ocultista de marca mayor, específicamente en la esfera del espiritismo.
El padre del futuro autor era alcohólico, no anónimo sino consuetudinario, y cuentan los biógrafos que resultaba rara la ocasión en que el pequeño Arthur arribaba al hogar, si es que así se le podía nombrar, y que su progenitor no estuviese ebrio hasta la misma médula.
Así, su madre, viendo cómo su marido se bebía el sueldo, decidió ponerse a trabajar y enviar a su hijo más pequeño a la Escuela preparatoria de los Jesuitas en Hodder Place, en Stonyhurst, con sólo nueve años de edad.
Arthur, nacido en mayo de 1859, terminaría estudiando medicina, graduándose a los 22 años, en 1881, especializándose en lo naval y recibiendo el doctorado cuatro años más tarde.
Pero su pasión no fue la medicina, sino la escritura y, enseguida, el espiritismo, no como pasión, sino como búsqueda de sentido a una existencia que se le antojaba ahíta de dolor y de deseo; de la fórmula, cuasi matemática, en que a una dosis de deseo, de cumplimiento del deseo, corresponde una dosis de dolor en le negociado de la vida.
Se cuenta que ya para los años comprendidos entre 1885 y 1888, el autor participaba en sesiones espiritistas donde se practicaba mediante el procedimiento del movimiento de un vaso bocabajo sobre la mesa en que, las puntas de los dedos de los participantes puestos en el borde del fondo, el mismo va mostrando los mensajes del más allá al marcar las letras del abecedario previamente trazado en la madera, y que además realizó también, con resultados exitosos, sus propios experimentos de telepatía con un allegado.
Pero, era sólo el inicio, la práctica en serio del espiritismo empezaría para el escritor cuando, enlistado como soldado en la Primera Guerra Mundial, recibe la noticia de la muerte de su hijo menor, Kingsley, aquejado de pulmonía. Entonces el escritor procuró buscar una respuesta, no en la ciencia que no había podido preservarle al hijo, sino en el espiritismo que lo abocaba a la posibilidad de la comunicación con los muertos; con el hijo muerto.
Conan Doyle aseguraba haber podido escuchar la voz de su hijo muerto, o pasado a mejor vida según el espiritismo, en una serie de sesiones con un médium y, posteriormente, escribió que había apreciado la aparición de su madre y de un su primo, no aclara si juntos o por separado, y que parecían ante sus atónitos ojos con la misma prestancia de los vivos; de la sobrevida.
Paralelo a la práctica espiritista, Conan Doyle no sólo escribía novelas policiacas, sino que se adentro en la escritura de libros como La guerra de los Bóers y artículos de profundidad ensayística como La guerra en el sur de África: causas y desarrollo, que fue ampliamente traducido y que a la larga provocaría que le nombraran Caballero del Imperio Británico, en 1902, otorgándole así el tratamiento de Sir, además de obras de estudios espiritistas como La nueva revelación, El mensaje vital y Historia del espiritismo; ésta última publicada en 1926.
Los últimos años de su vida, el autor los dedicó a promover el estudio y la práctica del espiritismo y, en Londres, mantuvo durante mucho tiempo un museo de la doctrina espiritista y una librería que se especializaba en literatura de la índole ocultista y, por si fuera poco, viajaba sin descanso por todo el mundo para pronunciar conferencias en las que propagaba el conocimiento de lo ultramundano. Labor que venía a facilitar su fama de escritor racional o, al menos, de autor que había creado un personaje, Holmes, epítome de lo racional, por lo que a sus presentaciones asistía un público enorme que, va de suyo, solía salir convencido de la nueva revelación de los muertos en un mundo que parecía morir de atiborramiento cientificista.
Paradójicamente, algunos han visto una manifiesta contradicción entre el personaje de Holmes, pletórico de pura lógica y lúcida reflexión, y su creador Conan Doyle en tanto ferviente adepto del espiritismo, error de apreciación, pues la lógica del personaje no parecía ser más que la consecuencia de la antilógica del autor, si por antilógica entendemos el desarrollo de la intuición, la visión y la guía proveniente de la metarrealidad, mediante el método del espiritismo; así, el poder psicológico del personaje a la hora de armar el rompecabezas de aparente azar para resolver el misterio detrás del crimen, no sería otra cosa que poder psicológico del autor proveniente de, previa integración de la psiquis, del pacto entre las oscuras ondas del inconsciente, muertos tutelares, y las ostentosas obligaciones del consciente, estudios científicos, para acceder no ya al sentido común, sino al nada común suprasentido.
Por si fuera poco, Conan Doyle no fue sólo un escritor de éxito, sino también médico y ocultista de marca mayor, específicamente en la esfera del espiritismo.
El padre del futuro autor era alcohólico, no anónimo sino consuetudinario, y cuentan los biógrafos que resultaba rara la ocasión en que el pequeño Arthur arribaba al hogar, si es que así se le podía nombrar, y que su progenitor no estuviese ebrio hasta la misma médula.
Así, su madre, viendo cómo su marido se bebía el sueldo, decidió ponerse a trabajar y enviar a su hijo más pequeño a la Escuela preparatoria de los Jesuitas en Hodder Place, en Stonyhurst, con sólo nueve años de edad.
Arthur, nacido en mayo de 1859, terminaría estudiando medicina, graduándose a los 22 años, en 1881, especializándose en lo naval y recibiendo el doctorado cuatro años más tarde.
Pero su pasión no fue la medicina, sino la escritura y, enseguida, el espiritismo, no como pasión, sino como búsqueda de sentido a una existencia que se le antojaba ahíta de dolor y de deseo; de la fórmula, cuasi matemática, en que a una dosis de deseo, de cumplimiento del deseo, corresponde una dosis de dolor en le negociado de la vida.
Se cuenta que ya para los años comprendidos entre 1885 y 1888, el autor participaba en sesiones espiritistas donde se practicaba mediante el procedimiento del movimiento de un vaso bocabajo sobre la mesa en que, las puntas de los dedos de los participantes puestos en el borde del fondo, el mismo va mostrando los mensajes del más allá al marcar las letras del abecedario previamente trazado en la madera, y que además realizó también, con resultados exitosos, sus propios experimentos de telepatía con un allegado.
Pero, era sólo el inicio, la práctica en serio del espiritismo empezaría para el escritor cuando, enlistado como soldado en la Primera Guerra Mundial, recibe la noticia de la muerte de su hijo menor, Kingsley, aquejado de pulmonía. Entonces el escritor procuró buscar una respuesta, no en la ciencia que no había podido preservarle al hijo, sino en el espiritismo que lo abocaba a la posibilidad de la comunicación con los muertos; con el hijo muerto.
Conan Doyle aseguraba haber podido escuchar la voz de su hijo muerto, o pasado a mejor vida según el espiritismo, en una serie de sesiones con un médium y, posteriormente, escribió que había apreciado la aparición de su madre y de un su primo, no aclara si juntos o por separado, y que parecían ante sus atónitos ojos con la misma prestancia de los vivos; de la sobrevida.
Paralelo a la práctica espiritista, Conan Doyle no sólo escribía novelas policiacas, sino que se adentro en la escritura de libros como La guerra de los Bóers y artículos de profundidad ensayística como La guerra en el sur de África: causas y desarrollo, que fue ampliamente traducido y que a la larga provocaría que le nombraran Caballero del Imperio Británico, en 1902, otorgándole así el tratamiento de Sir, además de obras de estudios espiritistas como La nueva revelación, El mensaje vital y Historia del espiritismo; ésta última publicada en 1926.
Los últimos años de su vida, el autor los dedicó a promover el estudio y la práctica del espiritismo y, en Londres, mantuvo durante mucho tiempo un museo de la doctrina espiritista y una librería que se especializaba en literatura de la índole ocultista y, por si fuera poco, viajaba sin descanso por todo el mundo para pronunciar conferencias en las que propagaba el conocimiento de lo ultramundano. Labor que venía a facilitar su fama de escritor racional o, al menos, de autor que había creado un personaje, Holmes, epítome de lo racional, por lo que a sus presentaciones asistía un público enorme que, va de suyo, solía salir convencido de la nueva revelación de los muertos en un mundo que parecía morir de atiborramiento cientificista.
Paradójicamente, algunos han visto una manifiesta contradicción entre el personaje de Holmes, pletórico de pura lógica y lúcida reflexión, y su creador Conan Doyle en tanto ferviente adepto del espiritismo, error de apreciación, pues la lógica del personaje no parecía ser más que la consecuencia de la antilógica del autor, si por antilógica entendemos el desarrollo de la intuición, la visión y la guía proveniente de la metarrealidad, mediante el método del espiritismo; así, el poder psicológico del personaje a la hora de armar el rompecabezas de aparente azar para resolver el misterio detrás del crimen, no sería otra cosa que poder psicológico del autor proveniente de, previa integración de la psiquis, del pacto entre las oscuras ondas del inconsciente, muertos tutelares, y las ostentosas obligaciones del consciente, estudios científicos, para acceder no ya al sentido común, sino al nada común suprasentido.