Un día cualquiera de verano, en vacaciones, llegó a mi casa un telegrama proveniente del Ministerio de Educación. Mi madre lo leyó a solas y luego se dirigió al teléfono para darle la noticia a mi padre:
-Roberto, tu hijo Jorge ha sido designado para estudiar en una escuela especial. Debemos presentarnos en el Ministerio de Educación, este lunes.
Sonaba extraño el comunicado, pero, aun así, mi madre sonrió. Después de colgar, se dirigió a mí y me dijo que ella estaba segura de que algún día su más pequeño hijo le daría una gran satisfacción, pero que no sabía cuál era.
El lunes regresaron juntos a casa, porque, a pesar del divorcio, se llevaban bien y eran capaces de almorzar en la misma mesa algunas veces. La información que yo tanto esperaba era la siguiente:
-Mi amor, por tus buenas notas, porque según nos dijeron has resultado el mejor expediente del municipio Plaza de la Revolución, por tus buenas notas has sido designado a una Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles.
Las mayúsculas del citado colegio se vieron dibujadas en sus rostros, en los inmensos ojos brillantes y llenos de gloria de mis padres, jóvenes todavía porque en realidad se habían casado con 19 años él y 18 ella.
Así comenzó todo.
Cuando terminaron las vacaciones, el primer día de clases, a las siete de la mañana, tenía un autobús esperándome en la puerta de casa. El conductor se llamaba Domingo y, durante el curso entero en que me recogió, usó el mismo perfume dulzón que hube de recordar muchos años después cuando un golpe olfativo, ya de adulto, me llevó de vuelta a sexto grado.
La escuela se llamaba Esteban Hernández, pero justo cuando me matricularon le cambiaron el nombre por el de Victorias del Socialismo. Era una antigua casona de la burguesía habanera, situada en el misterioso barrio de La Coronela, en el término territorial de Cubanacán. Quedaba cerca del Palacio de las Convenciones y de la Escuela de Ciencias Médicas Girón, o sea, tan lejos de mi casa que si no hubiera sido por el gran chófer Domingo –siempre me hizo sentirlo como el abuelo paterno que se me había muerto- mi madre no hubiera podido llevarme.
Desde afuera, en la rotonda de La Muñeca, no se veía absolutamente nada, sólo una cerca muy extensa forrada por dentro con plantas de areca. Allí me asignaron una taquilla, una preciosa profesora de ruso, un maestro de natación, otro de carpintería, otro de huerto escolar, otro de matemáticas, geografía y asignaturas básicas, un instructor de judo y una dietista personal. El jardinero era el mismo que limpiaba la piscina; apenas hablaba con nadie pero, al menos yo, le tenía miedo. Sabía que llevaba una pistola debajo de la camisa. Fue la primera observación que hice el primer día en que me llevaron a ese lugar. Para mí no era una escuela, sino un centro especial, nada más. Un recinto apacible, eso sí, pero riguroso porque nos obligaban a dormir las siestas con música indirecta, bajita de decibelios, que salía de unos altavoces de madera clavados en el techo.
El maestro y guía del grupo se llamaba Dagoberto. Era un tipo trigueño –moreno de piel- con rostro duro y nariz prominente. Durante el tiempo en que estuve allí –nueve meses- continué observándolo porque tenía actitud de llevar pistola y, sin embargo, usaba la camisa por dentro.
Entre los veintitantos alumnos, había un rubio a mi lado que se llamaba Antonio. Éste era tranquilo, no era el que más sobresalía, pero me llamó la atención que no subiera al autobús nunca. Mientras esperábamos a Domingo, aparecía un Lada rojo de último modelo conducido por una mujer relativamente joven, alta, recta y también misteriosa. Antonio subía al auto y se marchaba antes que nosotros. Yo lo seguía con la vista igual que al profesor Dagoberto.
Los muchachos de mi barrio, sus padres y vecinos no tan cercanos, llegaron a pensar que yo tenía algún problema. Un retraso mental, quiero decir. La única respuesta que dieron, a priori, a ese autobús gris de Transportes Escolares detenido en la puerta de mi casa era esa. Muy cerca, el autobús se detenía otra vez para recoger a una niña delgadita y muy buena, trigueñita, que se llamaba Celia Haydée. Ella y yo nos sentábamos juntos en el autobús, pero no en el aula. A Celia Haydée no le daban judo como a los varones. Pero idioma ruso y piscina sí.
El curso terminó y me llevaron a una escuela en el campo, en las afueras de la ciudad, mientras otros, como Antonio y Celia Haydée, fueron dirigidos a otras escuelas especiales de enseñanza media. A mí me enviaron a Gilberto Arocha, en el municipio rural de Güines, de donde mi madre me tuvo que sacar al poco tiempo porque casi me matan con un golpe en la cabeza propiciado con un rodillo de limpieza. Allí había niños delincuentes cuya afición era pelearse a puñetazos con otros niños, aleatoriamente.
Con el paso del tiempo, logré atar algunos cabos sueltos y supe de buena tinta que Antonio, mi compañero de pupitre en la Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles, era uno de los hijos ocultos del Presidente de la República, Primer Secretario del Partido Comunista de Cuba –partido único- y Presidente a su vez de los Consejos de Estado y de Ministros, Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz. Lo supe porque alguien que, muchos años después, estudió ortopedia con él, me lo dijo. Entonces, aquella mujer elegante y rubia que iba a recogerlo en un Lada rojo era Dalia Soto del Valle, la secreta amante y madre de varios hijos varones que el presidente nunca ha tenido a bien mostrar en público, mostrar a su pueblo.
El resumen de todo esto, pensando yo muchos años después, es que me escogieron de extra, de figurante, al cambiarme de escuela primaria por decreto estatal, y arrancarme a mis amigos, juegos predilectos, tiempo de béisbol, capturas de lagartijas en una especie de campo baldío que teníamos al lado de casa.
La cosa, sin embargo, no había comenzado con aquel telegrama del Ministerio de Educación (ya podía haberlo llevado directamente el ministro, el Gallego Fernández, que vivía entonces en la esquina de mi casa). Había comenzado en otra escuela especial que aparentemente no lo era. Porque en mi primaria de zona, llamada Gustavo y Joaquín Ferrer –de éstos supe que eran primos de Hubert de Blanck, un pianista cubano de origen holandés- estudiaba un hijo del hermano del Presidente de la República, o lo que es lo mismo: un hijo del Segundo Secretario del Partido Comunista de Cuba, Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y General de Ejército Raúl Castro Ruz, hoy ocupando el puesto de Fidel por decreto directo de su propio hermano o del Estado, que es lo mismo.
También ese niño, llamado Alejandro, se sentaba a mi lado, y también era austero, como Antonio, aunque menos tranquilo. Los enseñaron a ser austeros y a no alardear de cosas materiales.
De los Castro, como ha dicho mi colega Juan sin Nada desde su exilio en Londres, no se puede decir, o no está comprobado, que sean avaros, rústicos transmisores de la opulencia al estilo de jeques árabes, aunque el viaje de Antonio Castro este fin de semana a Turquía, yendo por mar desde las islas griegas hasta el balneario Bodrum y rentando cinco suites, expone todo lo contrario. Los tiempos cambian; los vástagos hacen de las suyas.
La crueldad de los Castro viejos, como contrapartida, radica en dictar decretos a mansalva y en enviar telegramas capaces de cambiar la vida de una persona, ya sea destinándola a una eufemística Escuela de Formación de Cuadros Pioneriles o a una guerra en África de la que muchos jamás volvieron.
Nota: Esta crónica se publicó originalmente en el blog del autor.